sábado, 5 de abril de 2008

Con lo bien que se vivía en el pueblo


¡Con lo bien que se vivía en el pueblo!
A Felix la vida le echó una sonrisa desde recién parido.
“!Mira que tengo suerte!” solía repetirse.
En su mocedad, cuando Alfonso XIII tuvo que salir a escape y a la bandera de la “Salavilla” le cambiaron una franja roja por el retal violeta, nacer con tierra, vaca y herencia era de afortunados.
Y aunque para sacar provecho al huerto le tuviera que madrugar al sol y para darle renta al rebaño marchar a la cama cuando las estrellas clareaban, Félix agradecía que la hierba que recogía fuera a engordar sus propias bordas, no las del amo.
Si la cosecha era buena, en casa se amasaba el pan con los costales de sus propios campos y no comprada a los del llano, bichos poco fiables, que la engordaban con polvos de talco.
Si de ventanas para afuera el viento sacaba pecho, el fogaril comía leña de sus propios pinares, sacada de una leñera repleta, donde rebuscaba buena piara, cerca de una bodega que no sabía lo que era el vacío.
Por eso, aun en edad tierna, sabía agradecer el plato de boliches y el que sus carnes no le tuvieran miedo a un invierno largo, mucho más para las casas que temían tanto al frío como al hambre.
De vez en cuando, con los vinos de cantina, los quintos trataban de convencerle para que marchara a trabajar a la fosforera de Sabiñánigo.
Con el tren había llegado las fábricas, que consumían no solo el aire sano sino la sangre joven de los pueblos más agrestes y cercanos, los del Sobrepuerto, los del Serrablo, que veían poco a poco, vaciarse sus casas al ritmo que el Estado hacía pisos malos y baratos al amparo de las chimeneas.
A Félix aquello no le parecía negocio.
Cambiar casales centenarios de piedra gruesa por ladrillos de ocho pisos sin ascensores, para vivir no en el monte abierto, sino en cajas de zapatos.
- ¡Que fábricas ni ocho cuartos!. ¡Con lo bien que se vive aquí!.
Lo peor cuando se es joven, suele ser la rutina.
Dicen los casados que no hay cosa más emponzoñada para aborrecer a la mujer, que levantarse todos los días con la misma.
Pero ellos, que también son mozos, suelen olvidar que en la edad de las preguntas, las más de ellas, se quedan sin respuesta en unos valles tan cerrados.
Al punto de la mañana con el pie al suelo, a última de la noche con tres mantas hasta el cuello, en verano con la vaca encarada al puerto, con las nieves de octubre a las cuadras repletas de hierba.
Si siembras en mayo, verano de segarlo y para fiestas solo cuando hay santo….Navidad, Semana Santa, San Miguel.
Esta última era la favorita de los de Linás.
La “sanmigalada” significaba mozas guapas y mozos empavados, ocasión de romper hábitos, verbena, ronda y si había suerte, pajar y padres despistados, poner en la mano algo más que azada y cayado.
Era así de sencillo.
Entre montañas que poco dan, el hombre no podía ser complicado.
La vida era como era y los roces siempre eran por cosas superfluas, casi tontas…por tirar el orinal demasiado lanzado hacia mi portal, por que el perro de uno preñe con insistencia a la perra del otro, por un huerto que gana terreno a costa del camino comunal.
Lo dicho, todo insulso.
Sin embargo a los hombres cultos, les da por tildar lo sencillo como propio de retrasados.
Liar lo bien hecho para complicarlo, hacer que dos y dos ya no sean cuatro, es deporte al que le cogen gusto aquellos que miran por encima del rabo de la boina a aquellos que la llevan sin a nadie hacer daño.
Aquel mes de julio, en lo peor de la calorina, ya era mitad mañana que no había cristiano capaz de asomarse al portal y aguantar tieso frente a la solera.
Félix como todo, había oído en la radio que los generales andaban revueltos.
No era nada nuevo.
Hacer de salvapatrias casi era obligado para los del fajín y las medallas.
Tan tradicional como ir a misa.
Pero en Linás todos rumiaban, no por la igualdad social y el mal reparto, sino temerosos de que el agua no les llegara a septiembre, que se les evaporara antes de liberarla en la canalera y terminaran por tener que cosechar la mitad de lo previsto.
La cosa cambió para siempre el día que llegaron ellos.
Porque una mañana llegaron y la única plaza del pueblo, se lleno de camiones pintados en rojo y negro, de donde bajaban los milicianos, con el aspecto desaliñado, los monos azules, los pañuelos al cogote y el rifle tan pegado a sus manos como las mismas uñas.
Los engancharon a todos para darles la charla y hablar de revoluciones y conversiones agrarias, de libertad individual y opresión burguesa, del militarismo, de la productividad a destajo….cosas que entre los paisanos sonaban extraño, raro, lejano…más entre unas gentes donde la escuela se pisaba para aprender a firmar las actas de matrimonio, nacimiento y cementerio.
El que hablaba, un mozo escuálido de ojos hundidos y barba poco hombruna, comprendió que no iba a poder con ellos, decidió ahorrarse saliva y acometer por las bravas…
- ¡Desde ahora todos rojos y viva la revolución!”.
Tuvieron que aprender a levantar el puño.
“!Con lo bien que se vivía en el pueblo!”.
Al mosen no volvieron a verle el pelo.
En los corrillos algunos andaban diciendo que estaba “despachado” en algún barranco y que los buitres que asomaban sobre la muga del Cotefablo, andaban detrás de sus huesos.
Otros aseguraban que algún piadoso le dio chivatazo de que iban a darle “paseillo” y que el hombre, previsor, puso los pies camino de Biescas, donde los de su cordal se estaban reagrupando.
Para otros la opinión sobre el tema era imposible y la vida no tan buena…sencillamente porque los mataron.
Con los del mono se desató una botella de gaseosa con demasiado gas acumulado.
Por ser ricos, por guapos, por la pretendida que les quitaron, por una vez que no me prestaste huevos…..
Una pena.
Todo pena.
Claro que el cambio no fue a mejor.
Una noche, después de algo de nervio, los del mono huyeron cañoneados hasta la frontera.
Al día siguiente la plaza volvía a estar repleta de caminos, solo que estos tenían las rojigualdas en todo lo alto y la veintena de soldados, al mando de un oficial inmaculadamente uniformado, sacaban cara de pocos amigos y gatillos no demasiado alejados de la intención de usarlos.
El discurso mudó a “conspiraciones judeomasónicas”, “contubernios comunistas”, “ateismo agresor de los mas sagrados valores patrios”, “caudillos regeneradores de la santidad de España”….
Félix, primero de todos, le hubiera gustado preguntarle por el significado de tanta cosa junta.
Pero hizo bien en callarse.
El pobre Mateo, que de luces pocas y seso todavía menos, alzó la mano y pidió que le aclararan.
- ¿Somos rojos o falangistas?. Lo digo por decírselo a mi madre y tenerlo bien claro.
Al capitán el color de la carne le cambió del carnoso al rojo sangre.
Y lo que pasó luego se solventó con otra visita al cementerio.
Con los años que traen canas y las canas que traen hartazgo, las cosas volvieron a su cauce.
Cuando la sangre espesa aparte del colesterol, tiene lo bueno de calmar los ánimos y atemperarle a uno las ideas.
De viejo se piensa más que no mejor y se suelen encontrar las respuestas que en la mocedad nunca se hallaron.
Miraba ahora desde las solanas, el invento de la democracia, ese que llenaba la boca de muchos con lo del “socialismo” y constitución y la de otros con la idea de que España era “una, libre y la ostia de grande”.
Lo miraba si, con poca gracia.
Agradecía la ausencia de hambre o el peligro de que esta apareciera.
Por eso no había plomo aunque no se evitaran las diferencias.
Gentes de chato diario como si tal cosa, ahora no se hablaban porque uno era de tal sigla y el otro de la contraria.
Amigos de escuela a los que el mismo maestro enseñó a sacar suma y resta, desde que visitaron la urna se tratan lo justo para no quedar por maleducados.
Vecinas de colada se las remiran, echando la culpa de la menor blancura a que la de casa tal es roja y la otra una facha de mierda.
El pueblo es pequeño y los del mitin se ríen el alto, cebados sus bolsillos por esa lengua de cuchillo que tienen, capaz de separar el pegamento de siglos.
Félix respira aliviado.
Agradece sus ochenta pasados y el hecho de que no tendrá que soportarlo.
Es lo bueno de vivir mucho.
Que la experiencia sube tanto como bajan las ganas de ampliarla.
“!Con lo bien que se vivía en el pueblo!”.

Bucardo

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