domingo, 6 de abril de 2008

El Hombre que no quería robar Oxígeno


El Hombre que no quería robar Oxígeno
Allí bajo el inmenso arco del puente, la lluvia se hacía un poco más llevadera.
Allí hasta se deleitaba contemplando como las gotas de lluvia se fundían con la corriente, provocando que brotaran diminutas e incontables hondas del agua, de vida breve si, aunque durante aquellas ridículas milésimas de segundo, consiguieran sosegar el insaciable espíritu de Michel.
Michel, sentado, con su flacucho cuerpo hecho un ovillo sobre si mismo, apretando sus dedos entrelazados, intentaba retener el calor, contener la rabia, ambas robadas o encrespadas por la tormenta hasta que el viejo puente medieval, como buen pedazo de piedra que era, le ofreció su protección pero no su abrigo.
Allí podría recuperarse, allí podría pensar, allí podría encontrar la manera más rápida e indolora de suicidarse.
Escoger el momento exacto de la muerte había sido, durante generaciones, un privilegio exclusivo para su familia.
Podría incluso decirse que se trataba de una herencia genética, que si bien les privaba del derecho al responso y camposanto, les permitía no obstante, sentirse con el derecho a la autosuficiencia que los de la mitra habían acaparado por cuestiones…….indescifrables.
A comienzos de siglo, la tía bisabuela Germana había escogido el veneno. Cuando lo bebió era una veinteañera pueril y cargada de un romanticismo utópico y poco práctico que la llevó derechita ante San Pedro por cierta relación despechada con un hombre casado.
Al abuelo le dio por tomar idéntica resolución en el frente, hundido hasta la cintura en el fango de Verdún, cuando decidió que mejor muerto por mano propia que soportar la lotería diaria de no saber si te iban a matar a tiros, a la bayoneta, de un cañonazo que te borrara de la faz de la tierra o agónicamente gaseado.
Quince años atrás, madre escogió el gas.
A Michel aquel método le parecía excesivamente peligroso.
Nadie debía seguir sus mismos pasos por obligación de la onda expansiva y si el etéreo elemento se acumulaba y alguien desprevenido e inocente encendía un cigarro, una barbacoa o una hoguera en las cercanías, ese terminaría por ser su inesperado destino.
Madre era buena y precisamente por eso, a causa de su inagotable bondad, terminó por ver desaparecer todas las razones que la llevaban a continuar respirando.
Dejó de hacerlo el mismo día en el que la señora Doumetrau atropelló a “Dixie”.
Aquel viejo y desdentado pastor alemán, cuya vejiga apenas tenía fuerzas para marcar el territorio más próximo al jardín, había sido el compañero fiel de madre durante casi veinte años.
Las mismas dos décadas en las que la señora Doumetrau, una mujer oronda y malcarada, había ejercido de vecina cotilla e indiscreta, descontenta con su propia existencia, al que un marido alcoholizado, un hijo desconocedor del significado de la palabra cariño y una suegra candidata perpetua a ser víctima de un homicidio, habían amargado la existencia.
¡Cuantas oportunidades había tenido a lo largo de tanto tiempo de encontrar refugio en casa cuando su marido confundía el agua de grifo con el vino rancio y la caricia tierna con el bofetón!.
Sin embargo, no pareció acordarse de los paños fríos que madre solía colocar sobre su ojo amoratado cuando aquella mañana la vio regalando al cartero una rosa recién podada.
El correo apareció acompasado por un bufido cansino de “Dixie”, en el mismo instante en que ella faenaba en el jardín, y a la pobre, como a los demás vecinos que lo contemplaron, le pareció un gesto atiborrado de agradecimiento, olvidado por toda mala intención.
Sin embargo, la señora Doumetrau pareció encontrar cierto alivio en su peculiar forma de ver el regalo y al, convertirse en el centro de atención de toda peluquería por donde apareciera, en aquella semana terminó por hacerse dos permanentes, unas mechas y un teñido, tomarse dos docenas de cafés con dos docenas de tertulianas y acudir de mañanas a un bautizo, de tardes a un entierro, donde muerto y neonato, terminaban por convertirse en secundarios frente a su acelerada lengua.
Y entre rulos y sacarinas, sus “visitas” a casa de madre se transformaban en alocadas confesiones al calor del te, los maltratos de su marido, en efusividad amorosa y la generosidad de su vecina en abierto coqueteo, insinuación perversa u oferta de puerta y cama abierta.
Madre aguantó un mes la tormenta provocada por el aspirador gigante que la señora Doumetrau había conectado.
Al final, metiendo la cabeza en el mismo horno donde tantas tartas tomaran el punto, puso el gas al máximo y cerró los ojos.
Michel tuvo que aceptar la pérdida, comprar un ataúd sin cruz y soportar fríamente el hipócrita pésame con que la señora Doumetrau puso la guinda al pastel.
Padre apenas la sobrevivió tres años.
La convivencia que todo lo corroe, terminó por desgastar la pasión carnal entre ambos pero no consiguió jamás extinguir su desesperada necesidad mutua, su absoluta compenetración en el día a día que afrontaban.
El tiempo es sabio, pero también cruel y la ausencia terminó por poner sus dedos en el gatillo de aquel Colt corto de 35 mm y ha desgajar para siempre el desgajado edificio de su vida.
Los hombres somos menos delicados, menos mirados, más viscerales que las mujeres.
Tal vez por eso Michel no se sorprendió cuando, al entrar en casa, sus zapatos pisaron la caramelizada sangre de su padre, cuyo cadáver lo miraba derrumbado sobre el sofá del salón.
Todo el pueblo acudió al funeral…...el señor Menier, el panadero, quien treinta años antes había jurado amistad eterna al finado cuando este le prestó 10.000 francos con los que poder comprar una furgoneta y que terminó pagándole con la moneda del desagradecido cuando lo denunció por cuatro palmos de tierra…..la señorita Lucient, su secretaria, ahora secándose las lágrimas, a quien nunca puso en la cola del paro a pesar de sus repetidos y garrafales errores mecanográficos pues cada vez que pensaba en hacerlo se acordaba de su reciente matrimonio con hipoteca, favor que ella devolvería años más tarde, voceando de bar en bar que su caro tren de vida lo había pagado arrodillándose bajo la mesa de su jefe…..el señor Oreste compañero de pupitre y primeros amores quien siempre sentía una especial e irresistible atracción por acostarse con las mujeres que su amigo amaba y vivía obsesionado con madre hasta que esta decidió poner fin a sus constantes insinuaciones con una bombona de butano……
A Michel le venció todo el pueblo, a una, sin mayores ni menores culpables, extendiéndose sobre su alma como una fuerza negruzca, espesa y pestilente que todo lo ahoga, sobre todo aquello que intuyen diferente a ellos, de lágrima viva y sincera.
Unas horas antes, bajo el pesado cielo gris que retumbaba sobre su cabeza, ante la tumba de madre, pensaba en las razones que lo iban a llevar hasta el camposanto, en quien asistiría a su entierro, quien lloraría, quien diría “…con lo joven que era….” o quien acudiría tan solo para ver si había quedado bien maquillado y adecentado dentro de la caja.
Pensó en Luc Desant y en el comienzo de su fin, en el día que anunciaron la …..”reestructuración interna de personal en alas a mejorar el servicio y eficacia hacia nuestros usuarios”, vulgarmente, la regulación de empleo que se les venía encima y la decisión que tomó de renunciar a su sueldo fijo como cartero por hacerle un favor a los cuarenta y cinco años de su amigo…...los cuarenta y cinco, algo de reuma, su pedaleo lento y poco productivo, sus cuatro hijos exigentes desde una matrícula universitaria hasta los últimos trapos de moda cara y fútil, una mujer asmática y recluida y la residencia de ancianos donde comían puré bien pasadito sus progenitores.
Ellos jamás lo comprendieron.
Eran incapaces de hacerlo.
El egoísmo y la desconfianza habían momificado de tal manera su corazón que se creían realmente felices con la desdicha ajena, con el acaparamiento…..tener, tener, tener…..desconfiando de todo aquel que diera sin esperar nada a cambio.
Michel el raro hacía cosas raras, como regalar su empleo a Luc, quien ya fuera hoy o mañana terminaría por encontrar un motivo para no agradecerlo, o escribir poemas cerca de la ribera con la esperanza de ver al martín pescador zambulléndose tras alguna captura, o pasear por las calles del casco antiguo deseando encontrarse una nueva inscripción desapercibida ante sus despistados ojos…….el raro que rehuía fiestas y verbenas, el raro que no gustaba del contacto humano, el raro que no bebía, el raro que pescaba sin anzuelo tan solo por encontrar una excusa con la que acercarse al río, el raro que tarareaba sin timidez las primeras canciones que le acudieran a la mente, fueran las que fueran, estuviera donde estuviera, el raro que saludaba con una inclinación respetuosa a las señoras maduras y un beso en la mano a las mujeres en edad de despertar anhelos, el raro que buscaban cien mil veces en la biblioteca municipal un ejemplar jamás descubierto y se alegraba como niño tras caramelo si conseguía hacerlo, el raro que se disgustaba escuchando los ladridos ávidos de los perros cuando se cazaba en los bosques cercanos a su casa, el raro que se emocionaba leyendo a Neruda porque lo que contaba era su sentimiento y no su pensamiento, el raro que no votaba, el raro que no gustaba de balones, el raro cuya mirada era expresión viva y constante de sus sentimientos…….
Si, Michel era generoso y odiado porque con su presencia, cada día, les recordaba que ellos jamás podrían serlo.
Por eso había que destruirlo, amargarlo, arrastrarlo por voluntad o a viva fuerza hacia su repleta acera.
El tratamiento apenas duró unas semanas.
Comenzó el lunes, cuando la señora Doufleu olvidó cuantas veces había sido socorrida por el solicito Michel cuando al hombrecillo verde del semáforo le entraban las prisas y sus raquíticas piernas no daban más de si.
Por la tarde el señor Robert no parecía acordarse de quien arremetía contra las malas hierbas de su jardín durante los meses que su tibia estuvo escayolada y el martes a la memoria de la señorita Rodel le entró pereza, pues no parecía recordar la docena de veces que el hombro y algo más de Michel le había servido de consuelo y alivio cada vez que pillaba a su novio meciéndose entre los brazos de una rubia de pechos más generosos que los suyos.
El miércoles la señora Petain no quiso recordar cuantas de sus tardes solitarias lo habían sido menos gracias a las cortas visitas que Michel le hacía y que conseguían mitigar su viudedad y el olvido al que sus hijos la tenían postergada y el jueves a los niños de la escuela ni se les pasaba por la cabeza los euros que Michel se gastaba comprándoles caramelos de azúcar quemada cuando al cruzarse con el a la salida de la escuela le llamaron “engendro” y le tiraron piedras.
El viernes comenzó a llover y el señor Lextar, el constructor, con su enorme todoterreno lo empapó mientras se dirigía al río para retomar fuerzas cuando cruzó sobre un charco que podía perfectamente haber evitado, el sábado los mozos del pueblo fueron a jugar al fútbol en el campo que queda junto a la casa, donde jamás lo hacían porque no era muy grande y no había piedras con las que marcar las porterías, pero donde bien sabían donde molestarían más sus gritos, improperios, miradas soberbias y pelotazos al portón de entrada.
El domingo decidió que ya no le quedaban mejillas. Había sido diana saturada de dardos.
Nadie lo molestó.
Se levantó bajo la tormenta a las seis de la mañana y estuvo todo el día encontrando fuerzas y pensando como dolía menos arrancarse la vida.
Sentado bajo el puente medieval, en aquella tarde tan otoñal, tan brusca y arisca, Michel no encontraba fácilmente una solución a su dilema.
No deseaba provocar arcadas de disgusto en aquellos que tuvieran la mala suerte de tener que limpiar sus sesos desparramados en caso de volver a sacar brillo a la pistola de papa.
Tampoco le parecía bien provocar la alarma en todo el pueblo cuando empezara a oler a gas y todos se acordaran de encender el cigarrillo al mismo tiempo.
Le asqueaba mearse y eyacular sobre sus pantalones como había oído que hacían los ahorcados en cuanto sentían la soga apretándose mortalmente sobre el gaznate y tampoco le convencía precipitarse ante la crecida del río sabedor de que una mano invisible lo arrastraría obligándolo a perecer con una larga y desesperada agonía.
Si, la muerte podía ser todo lo deseada que fuera, pero por lo menos debería recibirse con una sonrisa y no con el rostro contraído por el dolor y la desesperación.
“Estoy cansado” – pensó – “Muy cansado”.
Y así, con la cabeza entre las piernas, confundiendo sus lágrimas con las gotas de lluvia que le resbalaban por la cabeza hacia el cuello, encontró una solución……la más dolorosa y larga.
Alzando sus pesados y ojerosos ojos negros, los posó durante unos minutos en el discurrir rápido y encrespado de las marrones aguas del río, sobre la que flotaban ramas de gran tamaño, cúmulos de hojas o incluso ocasionalmente, alguna ave muerta.
Retornó la lluvia y camino como si de un agradable paseo primaveral se tratara, sin prisa y saboreando cada bocanada de aire camino del vecindario.
Con cada paso que daba, acercándose hacia la silueta empapada del pueblo, su sonrisa se hacía más abierta y su corazón más cerrado hasta que al toparse con la Sra Dilian, quien unos días antes había jurado haberle visto contemplando con ojos degenerados a las niñas de la escuela, la saludó con un gesto de la cabeza y, alzando la mano….
- Buenas tardes Sra Dilian ¿Cómo esta usted?
- Bien, bien – respondió algo sorprendida.
- Resguárdese mujer, que va a arreciar más fuerte – aconsejó.
- Gracias, gracias.
Y justo en ese momento Michel fue fiel a la tradición familiar y dejó de existir para siempre.
No lo hizo de un disparo, ni con el gas del horno, ni en el río ni ahorcado en un árbol tétrico y solitario.
Lo hizo entregándose a la riada que sus propios vecinos habían generado…..por eso a partir de entonces sería conocido como el Señor Michel.
Bucardo


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