viernes, 18 de abril de 2008

Ismael ante el Isuela


Ismael ante el Isuela

Ismael se las ingeniaba como fuera con tal de no verle la estampa al Isuela.
Los amigos no le abundaban hacia la carretera de Barbastro, pero si estos le reclamaban algún café adeudado, apañados estaban si esperaban bebérselo alejados del centro.
Ismael no soltaba palabra sobre aquella extraña repulsión.
Entre esas y sus setenta y muchos, temía que lo tuvieran por loco y acabar con la boina aparcada entre ladrillos rojos.
¡Las tornas cambian tanto cuando uno es mozo!.
Entonces los muros parecen menos gruesos y si no pueden saltarse, entonces se agacha el tozuelo para traspasarlo.
En la Lusera de su natalicio no había médico, ni asfalto y la luz fue de sebo y vela hasta que el capricho del gobernador trajo la eléctrica.
No marchó de allí por no gustarle.
Esa libertad, ese cuando yo quiera, fue algo que se quedó tan atrasado, como sus buenos recuerdos.
El pueblo todo lo exigía pero a la vez todo lo daba.
A la mañana salía a ordeñar la cabra, alimentar el conejar, contar huevos o seguirle la huella a algún tocino que hubiera malmetido la huerta.
Luego marchaba al ojeo de la perdiz, que por aquel entonces no se cazaba a cartucho sino montando loseta y zanja, para evitar el estampido que siempre terminaban atrayendo a los del tricornio.
De tardes arreaba para echar mano al campo, disfrutando del sudor, esperanzado porque la faena se animara al descubrir una culebra entre la yerba o un milano haciendo círculo, desembuchando donde campaba algún topo más despistado que ciego.
Y luego estaba el Isuela, repleto de ratos y excusas.
Excusas para bajar a verlo, bravo o reseco, para escucharle las ranas, para perseguir el correteo de sus renacuajos, para cebarle las trampas al cangrejo e incluso, hubo una, aseguran fue última, en la que el pueblo entero bajó a donde Severo, el guarda, juraba por el mismo Dios, que se le había aparecido la nutria.
Todos lo intentaron verla pero si la había, permaneció bien oculta.
Ismael se quedó con las ganas y Severo como rey del mentidero.
Si.
En Lusera hubiera podido ser feliz.
Feliz si supiera vivir solo.
Los que no quisieron seguirle, se encontraban ahora de tiones y solitarios, añorando las mujeres que nunca les llegarían, pues estas no gustan de vivir donde la ropa todavía se restriega a mano.
La capital, sin embargo, sonaba a oportunidad, a nuevo, atractivo y extraño.
Cuando a uno no le cuentan veinte, ninguna de esas cosas consigue inquietarlo.
Eran tiempos fieles.
Allí donde se entrara a trabajar, allí se salía con canas y jubilado.
La muchacha con la que se dieran los primeros paseos, era la que luego te ponía firme mientras la veías acercándose al altar.
Los que un día saludas en el bar, resultaban luego los que, calentando el gaznate con coñac, te contaban paso a paso, todas las desgracias y hartazgos de una vida que era la misma.
La primera vez que se quiso acercar al Isuela, fue una noche de cansancios.
Cansado por la faena, cansado del incordio de una mujer que no se daba cuenta, cansado porque los críos no comprendían otra que no fuera la suya, cansado por las añoranzas….cansado, cansado, cansado.
Antes que la paciencia se le acabara delante de que menos debiera, prefirió inventar excusa y salir a despejar la cabeza.
Los pasos le llevaron al mismo borde del río, como si por primera vez algo quisiera reconciliar lo que era, con lo que había sido.
Pero en lugar de cauce lo que topó fue hilillo, carente de olor a fresco.
Hasta la nariz le ascendía un tufo nauseabundo, surgido de la poca agua, casi toda verdosa, estancada y sucia, donde no era necesario buscar un pez que de haberlo, hacía mucho que andaría convertido en espina.
Acongojado por la urbe, el Isuela menguado por los ataques de la basura y el cemento que lentamente, lo estaban royendo.
Apoyado en la barandilla, Ismael miraba sus propias manos, encallecidas, de dedos gruesos, tensos, sanguíneos, cruzados por arrugas crecientes y profundas.
Los sentía debilitándose, atemorizados e incluso en ocasiones, con el deseo de ausentarse.
Dio la espalda al río para continuar caminando.
A medida que le fueron pasando las nóminas, se encontró de aprendiz a maestro, de mandado a estar mandando, de tratar al patrón gorro en mano a tomarse carajillos con el escalón ausente.
A medida que escaseaban los besos, que la mujer y amante se le hizo amiga y compañera, las discusiones en cuestión de diario y los hijos, padres de sus nietos.
Una mañana, acatando al despertar, la espalda le dio crujido, la tos se le hizo crónica y el reuma comenzó a perseguirlo como si fuera sombra.
El día que lo jubilaron, no quiso admitirlo.
Regresó al Isuela al que encontró todavía menos río.
El agua ya se le había acobardado, oculta bajo dos palmos de suelo, allí donde crecía una hierba alta, poco espesa y de aspecto desangelado.
Le quedaba tan escasa gota que esta ni se atrevía a mostrarse y allí donde debería haber corriente, le quedaba una estampa saturada de hierros retorcidos, cartones, plásticos, papeles, colchones, basura, mierda y aparatos de aire acondicionado.
Una urraca pululaba entre los desechos.
No fuera que hubiera algo brillante entre ellos.
Los riñones le tiraban cosa mala.
Había algo desconocido que le inquietaba.
Llegó el día en que marchando los dos al cementerio, regresó solo y sin ella.
Llegó otro en que se dio cuenta de que eran sus nietos quienes lo paseaban a el y no el a ellos.
Al tercero se descubrió a si mismo, marchando al ambulatorio aun cuando estaba de buenas, tan solo para pasar el rato.
Aquellas navidades sus hijos se las gastaron sacándole fotos.
Es lo que tiene llegar a viejo.
Un lunes se esta vivo y el viernes…eres solo recuerdo.
Cuando, achuchando su sacrosanto cortado abrió el diario, se encontró con que la Consistorial, harta o avergonzada, deseaba ahora soterrar para taparle los olores al Isuela.
- Nos entierran juntos – dijo – Nos entierran juntos.
Bucardo

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