martes, 11 de septiembre de 2007

El 30 de Octubre


El 30 de octubre

Fiel a su 30 de octubre, Blas hizo de tripas corazón y, poco menos que aguantando la respiración, hizo entrada en la seo.
Allí, alejado de feligreses y turistas, encendió una velita en la capilla de San Emeterio, que aun santo, resultaba tan desconocido y de nombre tan afeado, que el oratorio se lo levantaron detrás del órgano, oculto tras las espesas telas que lo alejaban visualmente de la nao principal de la catedral.
Nadie lo vería.
Especialmente los que por la calle, siendo como el tan viejos, lo señalaban poniéndole la fama de “ateo”, las amistades que se le reían por tener el cuerpo ajado y la ideología firme como hormigón cementero, la mujer que padecía porque ni en domingos de Resurrección lo viera entrar en algún templo o el cura del pueblo, al que se volvía cada verano para soportarle entre partidas, las retahílas de mosen empeñado en convertirlo de rojo a negro.
- Usted padre es terco como la mula de mi abuelo.
Fiel a su 30 de octubre, fiel a ellos, Blás dio brote a la candelita y de pie, pues el no se arrodilla ni ante un cielo abierto, susurró sus nombres……Iñigo, Antón, Luís, Miguel.

Aquella atardecida de diciembre, los cinco salieron del pueblo con los fríos del invierno colándoseles por las rendijas del cuello….tan jóvenes, tan altos y tiesos como un pino….más chulos que la suma de todos los ochos….más ilusos que el chupete de un recental apenas destetado.
- ¡Nos llevan a la guerra madre! – exclamaba Antón - ¡Le escribiré!. ¡Le contaré todo lo que vea!.
Entre ellos, Antón era el que más cargaba con la fama de estar pero que muy “enmadrao”. Era lo que se supone tiene que soportar quien siendo hijo único, lo mismo le toca doble ración de todo, que le cuesta lo suyo eso de sacar los pies fuera del tiesto y caminar por primera vez, con las raíces al sol y dispuestas a lo que les tocara.
Los demás le andaban un tanto de consuelo, el uno porque soñaba con irse a la ciudad y trabajar en las fábricas antes que verse deslomado sobre la huerta….el otro porque estaba hasta la coronilla de que la madre no se le despegara y en el caso de Blás….porque siendo de apellido Expósito, sabía que su madre andaría en algún convento y para saber quien era su padre, tendría que averiguar los nombres de los peones que anduvieran faenando en la recogida, nueve meses antes de que naciera.

Jamás echaría al cepillo los veinte céntimos que se pedían por el derecho a encender vela.
“El coste de la línea directa con el Divino” – bromeaba.
A el le hacían gracia esas huchitas puestas al lado del velatorio en torno al altar, de color negro y con un grueso candado a la diestra…..huchitas de cuya boca escapaba la idea de la avaricia, la sensación de que todo lo que en ella entraba…..nunca salía.
Blás recordaba los años del catecismo a ostias, la década cantando hacia el sol himnos extraños retorcidos por la mirada aviesa del capellán de la prisión, la creencia fija que incluso a el le costaba desarraigar de la testa, de que todo lo que estuviera fuera de sus sotanas, era malo, perverso, cruel y obsceno.
“De eso nada – continuaba con la media sonrisa vengativa dibujada en la cara – Una vela menos y veinte céntimos míos”.

Antón era el único al que nadie le había oído jamás caganidos en el Altísimo. Aunque muchos eran creyentes y antes de que les cayera el mortero se santiguaban, no fuera que anduviera yerros, jurar hasta en hebreo sobre lo más santo y reverenciado, era una especie de ganar hábito en el supuesto ejército sin Dios que era el republicano.
Al capitán de Brigada le costó dos vistazos atisbar el clericalismo del amigo, si bien entre los cuatro le hacían el parapeto, buscándole excusa cuando andaba de rezos u ocultándole por turnos el dichoso rosario al que dejaron solo con cinco cuencas, para que no se le notara el bulto y peso en los bolsillos de la guerrera.
- Mire mi capitán que anda con el vientre flojo – le espetó Blás un día que hizo pregunta sobre donde se encontraba – Es que el caldo no le ha hecho buen efecto y anda todo el rato por los prados buscando alivio.
El oficial, aun buena persona, despertaba cierta desconfianza por eso de ser comunista, más acérrimo a lo que le dijeran desde Moscú que a defender la tricolor que se suponía defendían.
Encaramados sobre aquella colina reseca y mustia, pedregosa y con escaso refugio para aquel solazo que les lustraba la cara, los cinco se hicieron guerreros sencillamente porque les dieron con que pegar tiros y los mandaron al frente.
Lo que tuvieran que aprender, pronto lo aprendieron. Trucos como organizarse las guardias, nocturnas de dos horas solo entre ellos, pues el sueño no les vencía cuando sabían que en caso de colárseles el moro, iban a ser sus amigos los que sufrieran el degüello.
- Ni se te ocurra la tontería de pasarte Antón – susurraba Blas aprovechando que ambos tuvieron que andar juntos a por la pitanza del día.
- Blas que cosas tienes.
- Zagal que todos sabemos lo que tu madre te escribe
- ¿Lees mis cartas?.
- Antes de que te lleguen ya están baboseadas iluso – aclaró – Mira, tu y yo somos amigos desde que le levantamos la falda a la vieja Aurora ¿recuerdas? – Antón sonrió - Pero en nuestra trinchera, los hay que con buena gana de agenciarse los galones descubriendo quintacolumnistas.
- Yo no soy quintacolumnista.
- Lo se.
Y lo sabía.
Antón nació careciendo de toda malicia.
Al regresar, con el rancho saliéndose por los costados de la olla, Iñigo asomó despreocupadamente por encima de la trinchera, más ansioso de ser el quien se agenciara uno de los cuatro trozos de carne que de ayudarles con el tembloroso caldero.
Desde lejos, desde el otro lado de la barranquera, algún gracioso les gritaba.
- Mirad de agachar más el tozuelo – sonaban risas por ambos bandos – Anda que si llega a estar el teniente os hubiéramos tenido que apurar.
E Iñigo, cabestro de casi dos metros con unas espaldas de toro extremeño, los saludaba agradecido antes de enterrarse vivo de nuevo.
Al rato se escuchaba un tiro….al aire.
Señal convenida de quienes deberán de matarse cuando el oficial se les ponga encima.
Y la tregua se extinguía.
A Iñigo lo trajeron con tres años desde Bilbao, con la cuadrilla de su padre que vivía de arar y faenar sobre los huertos ajenos.
En Bilbao quien no era carlista o se apellidaba Zumalacarregui, no era muy bien visto en los caseríos pequeños y olvidados de la Vascongada profunda. Por eso en el pueblo, tan pueblo y cerrado como los vascos pero menos estirado a la hora de hacer de lo suyo propio, Iñigo y los suyos encontraron faena y buen recibimiento.
Su casa se fue haciendo conocida a causa de las gracia que siendo chico, le dio por soltar el día que vinieron desde la capital para fumigar la resquebrajada escuela, atestada de unas ratas diminutas pero de rabo largo, que les asomaba cuando encontraban refugio en los cajones, en las botas o detrás de los cuatro libros que les mandaron desde el Ministerio….
“Historia de la Edad Media….Historia de la Religión Católica….Catecismo…..Señoritas de Buena Educación” – aun después de tanto tiempo Blás aun era capaz de acordarse de sus títulos.
- En mi casa no hay ratas – parecía presumir – Si vinieran se morirían de hambre.
Y era cierto.
Con o sin el Borbón, en la casa del vasco siguieron cociendo el pan con la mezcla del peor grano, el que de tira después de ventearlo porque no lo quieren ni las bestias.
Por eso, cuando los rifles surgieron por el Este y con los republicanos probaron por primera vez la carne rusa enlatada, Iñigo se hizo más de izquierdas que Azaña, más comunista que Pasionaria.
- Yo soy rojo porque como mejor – solía bromear con la barriga llena.

Blas se apostaba en la capilla con un pie levemente adelantado, como si estuviera retando al santo que de fondo, mirando al cielo, brazos en alto, manos enlazadas y cuerpo retorcido como culebra descabezada estaba…..pues eso…básicamente extasiado.
A Blás le disgustaba esa imaginería alejada y nada natural, donde en los libros de arte se las definía como portentos pero que el, aun a sabiendas de que fueran obras de arte, no las entendía, sencillamente porque ellas no las comprendían a ellos.

Algunas noches cubiertas, cuando luna no había y las sombras no lo traicionaban, Miguel “pichabrava”, se escabullía de la primera línea y, reptando como una víbora, se alejaba hacia la retaguardia….sin decir a nadie nada.
A Miguel le gustaban las hembras aparentaran lo que aparentaban.
Era fácil mantener tales aficiones cuando el chico salió tan bien cosido, con esas espaldas, con ese pecho de plantígrado y ese rostro porcelana filipina con dos ojos claros que no se veían de normales por el pueblo.
Lo malo es que tal facilidad, no era sencilla de asumir en un lugar tan pequeño como el suyo, donde la honra, aun evaporada, se daba por supuesta del paritorio al lecho nupcial.
Tal afición, fabricó buena hornada de cabestros, los unos porque a la prometida le podaron el césped antes de que el pudiera hacerlo, los otros porque aun de casadas, la esposa no se libraba de malos tientos cuando Miguel, fornido y con buena fama en los lavaderos, aparecía al viento y ellas aun con el anillo al dedo, se quitaban los refajos sin darle siquiera tiempo a que el chico procurara por un pajar discreto.
Blás se quedó una de esas noches sin un minuto de sueño porque quiso averiguar en que negocios andaba.
Tal y como temía, supo que iba como raboso tras conejo, tras la hija de un labriego que vivía en una pardina, de las que en aquellas tierras llamaban masías, y que distaba a una hora y media andando desde el parapeto.
Cuando los vio saludarse con los ojos puestos en todos lados, dejó que se metieran en la cuadra y les dio tiempo para que fueran desvistiéndose y entremezclándose con la paja. Luego se fue aproximando como gato tras ratón, con disimulo y cuidando el paso, esperanzado de que las rendijas de la cuadra le permitieran atisbar a la moza sin bragas y a Miguel…faenando con todo lo que se topara.
“Vamos a comprobarte la fama”.

Pero al conseguir echar el ojo dentro, se topó con que allí todos menos las vacas estaban vestidos y que ambos reían y charlaban el uno sin el miedo del frente metido en el cuerpo y la otra, con una flor, un cardo enorme, hermoso y amarillo de los que en la cima crecían a patadas, sujeto entre las manos.
La chica era moza algo recia, pero con las caderas buenas, algo vasta pero de rostro fino, algo baja pero bien labrada.
“Este se nos ha enamorado” – pensaba Blás que siempre le guardó sin que lo supiera el secreto.
- ¿Dónde se nos va el Miguel? – le preguntó Luís cuando volvía.
- Pues de tirarse a una de las putas de intendencia.
Todos rieron.
En teoría no había putas en el ejército del pueblo.
En la práctica, y la picardía si de algo entiende es de práctica, a las putas cuando vinieron a buscarlas, las metieron ocultas como enfermeras y secretarias de los oficiales en retaguardia.
- Más nos vale morir bien follados – solía bromear un sargento – que hacerlo a malas y con los huevos llenos.

Blás paseaba la vista sobre la cúpula de San Emeterio.
Quien la diseñara, ideó un retorcido y maravilloso juego de luz, aprovechando la poca luminosidad que a la capilla le entraba, poniendo una pechina deslizada, un tambor diminuto con cinco ventanas muy decoradas…cinco haces de luz, cuatro de ellas abiertas iluminando el suelo y una quinta, al que el cristal se le vino abajo por una ventisca, tapada con mármol negro.
- Ese soy yo – solía rumiar para los adentros – Cuando me muera el cabrón del obispo la abrirá para celebrarlo.

Luis nunca debió de sobrevivir al parto, siendo que ya por nacimiento, era pequeño, fino y algo….bueno muy, pero que muy amanerado.
A el no le salía nunca un solo juramento pero tampoco iba a misa más que si era su padre el protagonista del entierro.
A el le disgustaba mancharse con el barro, con el polvo, con los excrementos de quienes no encontraban tiempo de llegar al agujero que tras le quejigo hacía las veces de letrina pero tampoco se angustiaba cuando un cordero salía de cruzado y había que meterle la mano por el culo a la oveja para salvarlas a las dos el pellejo.
A el le entraban incontrolables temblequeras viendo que la cabeza de un enemigo se despistaba por encima de la trinchera y un sargento le ordenaba que le metiera una bala entre ceja y ceja………pero era valiente como Malasaña tras coracero cuando había que echar la cara en favor de Antón si alguno lo acusaba de ser más diestro que zurdo, cuando había que hacer avanzada para saber como se respiraba al otro lado de la tierra de nadie, cuando a uno se le quebraba un hueso y no había duro entre aquellos milicianos con huevos suficientes para ponérselo en su sitio sin que la piel se le volviera cal pura.
Luis era tan hombre como todos, solo que en silencio, aunque Blás se lo intuyera, el gustaba de la guerra por ser oficio de sus instintos, gusto de sus adentros, por apreciar más la compañía de los que ríen ante las bravuconadas que de las que hilan fino los vestidos y afilan la lengua de la mala saña.
- Hoy el torrente nos bajará con agua – se alegraba porque la lluvia nocturna habría avivado la languidez del riachuelo hasta permitir que la tropa, nacional y republicana, izara la bandera de tregua para poder unirse lavando cachivaches y ropa en el agua que los separaba – Podré mandar recuerdos a los tíos.
Luis sufría por sus tíos segovianos, tan duros y rancios que en cuanto le intuyeron al sobrino los lados equivocados, escribieron larga carta a sus padres rogándoles que sin decirle nada al chico, este dejara de comunicarse con ellos porque “floridos” en su familia si los hubiera, muertos o desterrados.
Pero Luis que era bueno como tetilla de Burgos, padecía tanto por ellos como para no tenerle en cuenta sus muchos feos y preocuparse porque alguien que fuera de cerca, les enviara una carta donde les dijera que estaba vivo y bien tieso.

- Estoy cansado de esperar.
A veces, alguna beata perdida, se escandalizada cuando el silencio catedralicio era roto por el poco perceptible siseo de Blás.
- Harto – recalcaba.
Hacía mucho de aquel 30 de octubre….el 30 de octubre en el que solo la suerte evitó que nadie les pusiera vela y los cinco ventanales de San Emeterio anduvieran todos a una bien abiertos.

Aquel final de otoño, los cinco permanecían agazapados, con el casco calado hasta los tobillos, el dedo tenso sobre un gatillo, el Mauser bien sujeto, las cananas repletas de cartucho y las granadas sobre el pecho.
- Blás anda a retaguardia a pedir refuerzo – ordenó el teniente que con la pistola en la mano daba a entender que el ataque era cosa de poco rato.
- Mi teniente…-intentó objetar.
Pero las miradas de Antón, Miguel, Luís e Iñigo lo detuvieron.
- Anda y diles – le dijo Luís – No vayas a olvidarte de hacerlo.
Anda y diles.
Diles que a poco bajabas corriendo camino del primer puesto de mando, cayó sobre la posición todo la rociada de hierro, toda la cañoneada y el bombardeo aéreo, todo el odio que destilaban las dos Españas….solo que una tenía con que sacudir y la otra, solo el orgullo de soportarlo por no hacer a la honra un feo.
Diles que la colina parecía regurgitarse sobre si misma, volar una y otra vez cada una de sus piedras, dos tres, cien veces movida y despedazada.
Diles que no había árbol desgajado, tronco destrozado por la metralla, camino borrado ni masía deshecha y que sobre la cota no quedó mayor alma que el vacío ni mayor vida que la perdida.
Diles que de los cinco se quedaron cuatro, cuatro encima de la colina y el con el Mauser colgando despreocupado de la mano, los vio morir porque nadie, ni uno solo regresó de arriba.

Era ya de noches cuando Blás sacó un libro viejo y casi descosido de la estantería.
Le gustaba cumplir con los rituales y después de la vela y ventanas de San Emeterio, se echaba la manta sobre las piernas y mientras la parienta le daba tiento a eso de informarse de quien era quien se acostaba con no se cuantos, el abría el mismo libro en la misma página.
“30 octubre 1938 – En un bombardeo bien organizado las tropas nacionales conquistaron los altos de Cavalls tras escasa resistencia”.
Solo era una frase.
Pero quien la escribió no la pudo pensar con peor trazo.
- Si yo te contara…..


Bucardo


Registro Propiedad Intelectu@l
















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