lunes, 6 de abril de 2009

Regreso a San Celedonio


Regreso a San Celedonio
Bajo la raída boina roja, Tomás Sengarra, no llegaba a ver el momento en que la bruma se disiparía como la pólvora de un disparo y entre el robledal de Caparroso, conseguiría ver la masía.
En la masía de San Celedonio se habían criado Sengarras desde los tiempos de repobladores francos, cuando el reino era condado y el rifle….espada.
Allí nació su abuelo Tomás el difunto, famoso por salir de Gerona cuando nadie entraba y su padre, Tomás el Viejo, al que todos daban por muerto cuando regresó, dos años después del abrazo en Vergara.
También lo hizo su hermano Jaime demasiado tonto para coger hábitos o armas y sus dos hermanas, la Rosaura y la María Isabel, ambas monjas y beatas en el cercano convento de las Madres Clarisas.
Allí, cumpliendo, también nació el, menor entre todos ellos, que nunca en su niñez, cejó en empecinarse por echar el ojo más allá de la ribera del Argell o por encima de los montes bajos de los Cigarranes.
Tuvieron, aun siendo demasiado crío, que atarlo corto y vigilarlo largo, empujándolo por la vereda del arado o del rebaño, siempre escaso y menguante, acosado más por el fisco que por el lobo.
No supo de letras, no supo de cuentas, pero si de cómo hacer de cuatro dos y de una media….la que se ofrece al rey y la que uno se guarda para que no mengue la hacienda.
- A esos, hijo….-y el Viejo señalaba sin dedo a los enviados del gobernador-….a esos, solo tus reales y tu sangre les interesa.
Tomás Sengarra tuvo que forzarse para contener las lágrimas.
De lejos, se escuchaba el ladrido del “Diones”, aquel puñetero mastín que con más de diecisiete años, se empeñaba en no dejarse morir antes de lamer la mano que siendo cachorro, lo alimentara.
Aun repelado por la sarna, el olfato no le fallaba y era capaz de intuir de lejos, aquel ser nada extraño que se le aproximaba.
Uno y otro no se veían, uno y otro tan solo podían sentirse, atravesando la niebla y la menguante distancia.
Con el corazón suplicado, trató de no encogerse recordando el día en que llegó la partida.
Cuarenta y dos carlistones y un capitán que apenas alcanzaba el talle de su sable o la holgura de su casaca.
Tirando tras ellos, cuatro desgraciados de su misma añada, cuatro hijos de la masía de Camprodones, todos aterrorizados, contenidos, atentos, rezando por un despistes de aquellos teatreros que les permitiera dejar de ser “voluntarios”.
- El rey Don Carlos necesita de sus hijos para defender sus derechos al trono.
No hubo más.
Tomás el Viejo agachó el pescuezo, arrebató la azada de las manos de su hijo menor y, dejando escapar una caricia jamás realizada, dejó que se lo llevaran con aquel grupo de atemorizados quintos.
A pesar de que la distancia no era mucha, costaba recordarlo.
Era un recuerdo ahogado ante la vista de la Fuente Blanca, de donde se apaciguaban las bocas y campos de San Celedonio.
Era un recuerdo ya muerto cuando se le echaban encima las imágenes del combate, la asfixia de las contramarchas, el martilleo del hambre, el sudor, el dolor ingrato de cada músculo, de cada hueso, la primera bala que atraviesa la carne, el primer rostro al que todo se lo arrebatas….esa mirada suplicante….ese frío….y esas pesadillas implacables…..preguntas y ruegos que ningún soberano con todos sus derechos puede ser capaz de contestarte.
A la siniestra de la Blanca queda un robledal con el Duro como el más centenario.
Había sido durante tantos siglos respetado por hunos y hachas que bajo su copa, las creencias creían estar en santuario y los deseos bajo buena y discreta protección.
Fue allí donde un verano de los de asar sardinas al aire, donde Tomás Sengarra se dejó quitar la virginidad por la mujer de Francisco Harinas.
Se la quitó porque así resulta cuando quien lo recibe, consiente y cuando quien lo hace, tiene a gala la mucha y variada experiencia y el derecho a decidir con quien, como y cuando.
Ahora ella reposa, muerta por el Francisco que ya no soportaba más cornamenta.
Fue antes de la guerra cuando le clavó una horca entre las tripas y luego fue a ahorcarse al puente de la Santa mientras su mujer agonizaba hasta expirar….desangrándose.
Era una mala historia.
Pero para el Sengarra, la sonrisa era inevitable, incluso bajo la mugre que soportaba, a poco que fuera capaz de recordar el rostro pícaro de aquella hembra.
Luego conocería otras, aunque salvo las putas que reciben por no quejarse, las otras tres o cuatro eran forzadas en la desgracia al ser acusadas de llevarse con el enemigo a buenas.
Su castigo era un pelotón de bizarros soldados de Don Carlos, con los pantalones bajados y una mujer incapaz de explicarle a su hijo quien entre aquellos lo engendró como padre.
La cuesta arriba moría y ahora apenas eran cien los pasos que le quedaban hasta los corrales.
Por la fecha que tocaba, las hembras recién paridas estarían separadas del cabrón, siempre dispuesto a cornear su descendencia con tal de que se le volviera a encelar la oveja.
Balidos desesperados de hombre u oveja….los unos labriegos de terruño seco, pastores de rebaño yermo que ven como por bandera ajena el invierno toca hambre para que su trabajo se haga mierda en el estómago de los soldados.
Seguramente antes de que volvieran los partos, más de uno enterraría a los hijos más débiles, vencidos por el cansancio mucho antes de que les dejaran acaparar fuerzas.
Pero Tomás aprendió a dejar que se le unieran las dos cejas y a mirar a otro lado mientras aprovechaba para llenar la tripa, incapaz de saber cuando vendría la próxima o si esta sería la última.
Padre afilaba un cuchillo sentado en la banqueta que siempre ponía para controlar quien iba o venía de la masía.
El hombre, al punto de ser anciano, ni tan siquiera se molestó en levantar la cabeza aun escuchando los pasos de largo.
- Padre….padre regresé vivo.
- Bueno es…- respondió sin dejar que la voz o el pulso le temblaran.
Tomás descubrió miles de surcos nuevos sobre su cara….probatorios de lo mucho sufrido y las noches maldiciendo u orando, aliándose con Dios o diablo con tal de que se lo devolvieran.
- Deja el fusil y coge esto.
Con el mentón mal afeitado señaló la azada.
Tomás Sengarra dejó el petate y obedeció, comprendiendo como en su día hicieron padre y abuelo, que de los hombres de aquella España, tan solo se esperaba que de la azada al rifle y de la batalla….al huerto.

Bucardo

1 comentario:

Unknown dijo...

Ya se echaban de menos tus relatos por aqui ¿donde te habías metido? Me alegra que hayas vuelto