jueves, 16 de abril de 2009

La Ronda de los Sordos


La Ronda de los Sordos
Nadie era capaz de explicar porque la ronda se empeñaba en continuar desgastando cuerda frente a la casa.
Hacía ya cuatro o cinco años que sus dueños hicieron el petate y con dos mulas “chicotonas” y pardas, marcharon al llano en busca de tierras menos agrias y soles más templados.
Era el sino del monte y su pueblo al que se les negaba lo que fueron, lo que eran o lo que pudieron haber sido.
Y sin embargo a los mozos de la ronda se les hacía cuesta arriba aceptar que ya casi no les quedaban aldabas a las que llamar y que una a una, se les iban acabando las excusas para hacer resonar sus jotas por los soportales.
A los viejos la cosa se les hacía algo extraña.
Pero aunque en público no lo reconocieran, lo cierto es que se les sosegaba el alma cuando sentados en la solana, escuchaban la energía emanada de las notas y sus pícaros versos.
Alguna pincelada de color debía de haber entre el creciente negro que los sitiaba.
Mucho más prácticas, las viejas se quejaban por el malgasto y animaban a los mozos para que arrinconaran las dulzainas, marcharan al valle y convencieran a alguna zagala para que les calentara la cama y repoblara sus casas.
A los niños ya nadie les preguntaba, sencillamente porque no quedaban.
Y la ronda, que no entendía de migraciones, de economía y políticas de agrupamiento demográfico, se les hacía un imposible consumar el destierro y negarse el derecho a la resistencia que les daba su chanza.
La ronda tocaba aun sin la esperanza de que el portón se abriera para agradecerles el gesto con rosquillas y porrón de vino rancio.
La ronda se silenciaría de pie.
Aunque nadie los escuchara.
No fuera que por callarse, ya no se preguntaran abajo si quedaba alguien vivo arriba.

Bucardo

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