
El hoyo del olvido
Ramón el de Casa Oto, se quedó mirando el paisaje de su infancia, ahora transformado en una capa de gris cemento, urbanizaciones de quince días y parkings atiborrados.
Forzó la ceja para intentar recordar de quienes eran los campos que hace demasiado, viera sembrar, segar y trillar en los interminables ciclos de quienes vivían de la labranza.
Uno a uno fue sacando sus nombres….Alberto el Cojo, Lucas el de Casa Lazurda, el abuelo Vicente que le tenía miedo a las mulas, Gregorio que vino de Cuba con acento raro, Leonardo que emigró y nunca más dio señal de vida, la viuda Teresa que le quitó la virginidad en un arrebato placentero y extraño, el de Don Manuel el cacique que tenía tanto de bueno como de malo, Pepa la sonrisas que hasta en la caja tenía los labios torcidos para arriba y la cara de haberse marchado a gusto, Juané de Casa Hierro su quinto que ya no podía escaparse de la cama, Domingo de Casa Una, su suegro que durante meses no andaba demasiado de acuerdo en que la hija se le casara con un bolsillo tan apurado…..
De diario le apaciguaba practicar aquel ejercicio de memoria.
Sin agua en el cielo y con el sol tocando tierra, agarraba la tranca y “china-chana”, tardaba veinte minutos en llegar.
Veinte minutos que se le hacía largos cuando se acordaba que de mozo, inspiraba y antes de soltar el aire ya había llegado.
Aquel recuerdo le mantenía las ideas ordenadas y el cerebro fresco.
Por eso le asustaba no conseguir recuperar el nombre de quien era amo del campo más cercano a la acequia de San Blás.
Podía rememorar el día de verano que se lo encontró medio llorando porque los rojos le habían requisado una burra canela fortachona y noblota a la que los obuses destriparon en el frente de guerra.
También era capaz de distinguirle el pelo negro como el tizón y la nariz enorme y afilada sobre la que gastaban broma cada vez que sacaba un sucio pañuelo para limpiarse los mocos.
Pero el nombre y su casa ya no regresaban desde el pasado.
Y cuando se dio por vencido, dio media vuelta y regreso al hogar sintiéndose aun más viejo.
Ni hijos ni nietos paraban a escucharlo.
Y ahora que su cuerpo se le moría, comenzaba la desmemoria que lo mandaría directo al hoyo del olvido.
Ramón el de Casa Oto, se quedó mirando el paisaje de su infancia, ahora transformado en una capa de gris cemento, urbanizaciones de quince días y parkings atiborrados.
Forzó la ceja para intentar recordar de quienes eran los campos que hace demasiado, viera sembrar, segar y trillar en los interminables ciclos de quienes vivían de la labranza.
Uno a uno fue sacando sus nombres….Alberto el Cojo, Lucas el de Casa Lazurda, el abuelo Vicente que le tenía miedo a las mulas, Gregorio que vino de Cuba con acento raro, Leonardo que emigró y nunca más dio señal de vida, la viuda Teresa que le quitó la virginidad en un arrebato placentero y extraño, el de Don Manuel el cacique que tenía tanto de bueno como de malo, Pepa la sonrisas que hasta en la caja tenía los labios torcidos para arriba y la cara de haberse marchado a gusto, Juané de Casa Hierro su quinto que ya no podía escaparse de la cama, Domingo de Casa Una, su suegro que durante meses no andaba demasiado de acuerdo en que la hija se le casara con un bolsillo tan apurado…..
De diario le apaciguaba practicar aquel ejercicio de memoria.
Sin agua en el cielo y con el sol tocando tierra, agarraba la tranca y “china-chana”, tardaba veinte minutos en llegar.
Veinte minutos que se le hacía largos cuando se acordaba que de mozo, inspiraba y antes de soltar el aire ya había llegado.
Aquel recuerdo le mantenía las ideas ordenadas y el cerebro fresco.
Por eso le asustaba no conseguir recuperar el nombre de quien era amo del campo más cercano a la acequia de San Blás.
Podía rememorar el día de verano que se lo encontró medio llorando porque los rojos le habían requisado una burra canela fortachona y noblota a la que los obuses destriparon en el frente de guerra.
También era capaz de distinguirle el pelo negro como el tizón y la nariz enorme y afilada sobre la que gastaban broma cada vez que sacaba un sucio pañuelo para limpiarse los mocos.
Pero el nombre y su casa ya no regresaban desde el pasado.
Y cuando se dio por vencido, dio media vuelta y regreso al hogar sintiéndose aun más viejo.
Ni hijos ni nietos paraban a escucharlo.
Y ahora que su cuerpo se le moría, comenzaba la desmemoria que lo mandaría directo al hoyo del olvido.
Bucardo