martes, 23 de octubre de 2007

La Depredadora


La Depredadora
La Condesa caminaba erguida, con el aire ausente ceñido bajo su traje traje negro, asida la figura tras la tela, tras esa línea escalarta que parecía deleitarse esbozando su cintura, ascendiendo hasta dibujar una perfecta "V " justo a mitad de la espalda para retornar luego hacia su cintura.
La Condesa no parecía estar alegra, ni atemorizada, ni triste, ni temerosa por su suerte.
La Condesa, sencillamente, estaba tan fría y ausente como siempre, alejada de todo y de todos y si en algún lugar su percepción yacía, desde luego no lo hacía en el castillo de Csejeht.
Entre las góticas y aun gruesas bóvedas de la fortaleza, resonaba el mamporreo violento e insistente de las manos acorazadas, de los pomos de picas y espadas desenvainada ante la puerta principal.
Yo sabía, pues de allí venían mis pasos, que nadie calentaba aceite, ajustaba los correajes de las armaduras o tensaba las cuerdas de las balletas.
Yo sabía que en Csejeht solo había criados y sirvientes, arremolinados en el centro del patio, tan aterrados como indefensos, preguntándose en silencio que iba a ser de ellos una vez el vetusto portalón cediera.
Ellos no eran mercenarios en armas....ellos solo segaban la mies, lavaban pucheros, cocinaban habas, parían o tal vez, si el temple se atinaba, entre muchos hombres y horcas de por medio, eran capaces de defender a su señora, de algún ladronzuelo desarmado.
No iban a ser ellos, eso desde luego, quienes ofrecieran la cara antes los rudos germanos que el rey pagaba para que su justicia extendieran.
Tenía nueve años.
La mañana era más que fría, gélida, descorazonadora, mañana gris en la que los soldados del monarca, acudieron a uña de caballo, casi a la carga, para echar los grilletes sobre mi señora, la condesa Erzebeth Bathory y hacerlo con toda la premura, rezando porque desventrar los caballos les mereciera, con el fin de poder soprenderla antes de que pudiera esconder las pruebas de sus terribles crímenes.
Mi señora todo lo tenía pero para ella, para su mente enferma, ese todo....no era más que nada.
Ante ella, contemplando mi pasado con los ojos abiertos, rendidos ante el pecho velludo de mi marido, veinte años pasados desde aquellos porrazos en la puerta, nada ni nadie podía estar seguro de que hubiera algo cierto.....salvo que por muy Bathory que fuera, por muchos lujos, riquezas, poder y privilegios que disfrutara desde la cuna, a la condesa, esas prebendas, no le bastaron nunca.
Ella siempre anheló dar ese paso que los demás atisbaban, pero no osaban dar.....su diferencia fue que aun hembra...tuvo valor sobrado para buscarlo.
Solo que al hacerlo cometió tales pecados e inquinas, convirtió su alma en cosa tan negra, que pasó más que a la historia a la leyenda...si esa leyenda que he oido cultivar de generación en generación, contemplando como mujeres, niños o viejos han aprendido a santiguarse tres veces o a musitar una breve oración cuando el nombre maldito de la condesa salía a la luz de cualquier conversación.
Incluso en el mercado de Santa Cristina, pude ver a una madre, propinando un tremendo bofetón a su propio hijo, de apenas seis o siete años, solo porque el pobre, inocente, se le ocurrió gritar su nombre como si su nombre fuera uno cualquiera.
Ante ella, bajar la voz, bajar la mirada.
El niño lloró...pero sin duda ha aprendido.
Nadie en el Barrio de Pescadores conoce mi pasado.
Budapest es grande y aquí todos los pecados se diluyen como la ponzoña que al río, de diario, arrojamos.
De saber quien fui, muy probablemente, evitarían mi sombra, evitarían mi palabra, evitarían todo aquello que hubiera tocado...y puede incluso que mi marido, pobre hombre, llegara a repudiarme para buscar consuelo entre las prostitutas del Castillo, bajo los muros de Pest.
Todos ellos creerían que tan solo por haberla contemplado, estaba yo tan infecta por el mal supremo como ella lo estaba.
- No te quedes allí - me dijo antes de que su fiel lacayo jorobado le abriera la puertezuela que le daba acceso a sus estancias - Hace mucho frío.
Durante un tiempo, mi memoria y sobre todo el miedo, me hizo creer que aquello fue lo último que le escuché decir.
En realidad, lo último que nadie le escuchó decir nunca.
Durante el juicio, permaneció callada, muda, en actitud desaparecida ante todo lo que la rodeaba, como si ella se supiera ya con su alma allí donde tantas condenas se ganara.
Su cuerpo respiraba, si, pero Ersebeth se sentía muerta.
Ni tan siquiera abrió sus finos labios, para defender a los fieles que por servirla, condenado tanto su alma ante Dios como sus nombres ante los hombres.
Todos fueron decapitados salvo las mujeres, entregadas al pasto de la hoguera.
Pero ella se salvó.
Es posible que los Bathory fueran detestados desde hacía décadas por su innegable crueldad y el estirado aire con el que caminaban por toda Hungría.
Temidos por los protestantes, acosados por los turcos, los Bathory sin embargo, todavía eran poderosos como para evitar que una de sus hijas tuviera que postrar el cuello y humillarlo ante el filo del verdugo.
Fue emparedada.
Para ella, aquello no le produjo daño ni dolor, ni ansia, ni siquiera el más leve de los disgustos.
Vivió hasta que la encontraron muerta, en silencio, apenas caminando, apenas viviendo.
No hubo cementerio donde enterrarla.
Nadie quería condenar el reposo de sus muertos, dando tierra junto a ellos a aquella condesa maldita.
Durante el proceso, padre me llevó fiel, todos los días con el fin de que aprendiera.
Dijeron, pregonaron que asesinó a más de seiscientas niñas, que las hechizaba, que las engañaba y drogaba, que las torturaba lentamente, para sacarles lo que aquellas miserables poseían y ella ansiaba más que las riquezas que la saturaban....su sangre, su sangre que ella bebía, que la embadurnaba, que la dominaba como un nectar dulce y cruel que la llevó a dejar sin jovenes vírgenes toda la región que dominaba desde los altozanos de Csejeht.
Al escuchar aquello, mire a padre.
Su rostro, aquel rostro infinito, prematuramente envejecido, enviudado, que negó a casarse de nuevo para centrar en mi todas las fuerzas que le quedaran, aquel rostro cosido a esfuerzos, cincelado por la gelidez bajo la que atareaba sobre los campos, templado por el calor negro del verano, las heridas de los malos tajos, la tensión de defender al rebaño de las alimañas que lo acosaba.
Fiel a sus principios, el no giró su cuello para devolverme la mirada.
Y sin embargo ese día lo amé más que nunca, intimamente, desgranados el uno en el otro.
A veces, cuando la memoria traicina mis deseos, retorno a la sala de aquel juicio, donde nosotros, miserables aldeanos, estábamos condenados al silencio de la última fila.
La lágrimas asoman a mi rostro y no puedo evitar el musitar una oración sincera por el alma del hombre a quien debo la vida entera.
Porque ese mismo día en el que todo el mundo se sobresaltó aterrorizado al descubrir el mal que engendraba aquella bestia, ese mismo día, supe de mi verdadera naturaleza.
Yo era niña...viva gracias a un milagro.
Nacía en el mismo castillo donde se encamaba la criatura.
Apenas comenzaba el año 1600.
Nunca pude saber la fecha exacta.
Ya en aquel entonces, con la Condesa a punto de enviudar, corrían rumores.
Por aquel entonces corrían rumores.
Padre, a la par que vasallo, era en ocasiones enviado a reforzar algún muro desventrado o a restaurar los interiores de la fortaleza.
El sabía de aquellos viejos lavaderos que fueron recubiertos para que los ojos no deseados, jamás osaron mirar en sus adentros.
Aunque a madre nunca pude conocerla, luego supe que ejercía como sirvienta de la Condesa y que esta solía llamarla a deshora, inoportunamente arrancada al lecho, para realizar algún servicio del cual, decían, retornaba medio muerta y con la tez mortecinamente blanca.
Padre y madre debieron hablar.....acordaron callar.
Sin duda, se debieron mirar con rostro profundamente preocupado el día que intuyeron el embarazo mutuo.
Desde que lo supo, padre, iletrado pero fiel, acudía a diaria a la capilla del castillo, excusado en el reasentamiento de algunas lápidas, para rogar, rogar con todas sus fuerzas que no naciera hembra.
Nunca fue de aquellos que parecen creer que el varón vale más porque menos cuesta....pero si rogaba, no le faltaban razones para hacerlo.
El miedo fue anidando en ambos de tal forma que decidieron parirme discretamente y sobre todo....a solas.
La suerte quiso por una vez hacerles luz en la sombra e hizo morir a la comadrona del castillo antes de que madre saliera de cuentas.
Fueron entonces solo dos las bocas que supieron de mi secreto, menguadas pronto a una, porque madre no superó los cinco meses desde mi nacimiento.
Sangüinolentamente sostenida entre los brazos de mi padre, con madre agotada por el esfuerzo, con el palo de madera que acalló sus gritos de dolor, quebrado en el suelo, acordaron no darme la oportunidad de ser lo que era....al menos hasta que los rumores murieran con la Condesa.
Padre me bautizó en secreto, llamándome María.
El confesor de los Bathory era un hombre poco fiable a pesar de ser clérigo...dado a callar los excesos y abusos de sus pagadores con tal de que satisfaciaran la gula de su papada y las ansias de sus carnes sobre alguna que otra doncella.
Era tan maligno como indigno de aquellos ignorantes que viéndole a el dentro de aquel lupanar del mal, profesaban todavía alguna esperanza.
Fue de esta manera con que pasé mis primeros diez años de vida, siendo conocida como José.
El empeño, por extraordinario, jamás se hubiera podido pensar que saliera adelante.
Pero salió.
Aprendí a escupir, a tirar la piedra sobre la testa de cualquier crio que osara llevarme la contraria, a no desnudarme jamás en el río, a ensuciarme cuerpo y cara con barro, con excrementos para que jamás se perfilara en mi belleza alguna, a andar despeinada y con aires desafiantes, a vestir ropajes anchos, a demacrarme en público, a no orinar sin asegurar que nadie estaba delante, a mirar las armas con devoción y las telas con asqueo, a rebozarme en la mugre, a admirar el físico antes que el espíritu...a negarme.
Aprendí a ver y callar.
Nunca hablaba más que lo imprescindible....monosilabos, dos palabras seguidas, puede que una frase, siempre en tono cerrado y triste.
A nadie se le hizo raro mi comportamiento.
Per una mañana, salí bajo la helada para intentar romper el hielo del pozo.
Cuando ya el esfuerzo me vencía, cuando ya tenía en mis manos azuladas el cubo y regresaba al jergón donde padre dormitaba en soledad....miré al balcón que asomaba fuera de sus aposentos.
Y allí estaba ella.
Contemplé aterrado, que ofrecía su desnudez al viento, a la luna que ya se retiraba, al saludo del incipiente sol que por aquella época del año, solo era débil y flácido.
Sin embargo, aun desnuda, su piel estaba muy alejada de ser blanca.
Toda, entera, desde su pelo negro y largo hasta la cintura donde era capaz de ver, aparecía teñida por incontables hilillos rojos, rojos de sangre que le conferían un aspecto inhumano....congelador.
Acobardado, ausente, dejé caer el cubo y su ruido, consiguió atraer hacia mi su mirada.
Parecía encrespada, como si le hubiera ofendido en medio de su ofrenda al mal que sin duda veneraba.
Aquellas retinas no eran humanas, aquellos ojos eran extractos del más insano bestiario, amarillos, capaces de atravesar piedras, muros, maderos gruesos...¿por que no las miserables telas que recubrían mi cuerpo?....mis pechos todavía innatos, mis caderas aun ocultas, las formas que no debía ser nunca jamás vistas.
Al igual que ella, tal vez incluso más, me sentí más que desnuda, desnudada.
Durante unos minutos nos miramos.
Luego, unas briznas de humanida retornaron a sus ojos y con ese aspecto, perennemente altiva, sonrió levemente y desapareció de la vista.
Lo hizo como si me hubiera otorgado algo.
Al contárselo a padre, este robó un cuchillo de la cocina, atrancó la puerta y se puso tras ella, dispuesto a degollar a todo bicho viviente, aldeano, miserable o incluso Bathory humano o demonio, si osaban aparecer para prenderme y llevarme ante los lavaderos.
Así era padre.
Pero no hizo falta.
Al día siguiente nadie vino....salvo los germanos.
Allí estaba yo....otra vez....en mitad de aquel largo pasillo, con la puerta al fondo, puerta abierta a sus estancias.
Y ella bajo la arcada, a escasos veinte pasos, apenas iluminada por un ténue hilo que penetraba por los escuálidos ventanales de saliente.
Recuerdo el traje negro, recuerdo que por aquel entonces, Erzebeth, aun tenida por vieja, ofrecía un cuerpo demasiado expléndido como para que de por medio no lidiara un tratado con Satán.
Así fue, lo juro, girada hacia mi su cabeza, torno mirada, mirada que parecía de gatita traviesa, contenida en sus instintos depredadores...
- Que hermosa te me haces María - dijo antes de que el ruido de fondo, las armaduras entrechocando, ascendiendo por las escaleras, hiceran que cerrara la puerta, sin que sus pasos escuchar pudiera.
Quedé aun más fría, pavorosamente dominada por el miedo, con los ojos puestos en el portón ya atrancado mientras los soldados sobrepasaban mi pequeño cuerpo y los veía avanzar hacia donde sabían que la Condesa estaba.
Uno de ellos me cogió en brazos.
Se que mientras me llevaba de vuelta al patio, dijo algo cariñoso sobre mi oído.
Pero nunca he podido recordar que era.


Erzebeth Bathory (1550-1614) fue la mayor asesina en serie de la Historia. En apenas diez años, torturó y asesinó a unas 620 niñas húngaras de las que extraía la sangre para beberla y darse baños con ella. Condenada a ser emparedada de por vida, nunca habló durante su cautiverio. Al morir, nadie quiso ofrecerle sitio a su cuerpo para ser enterrad0.

Bucardo


Registro Propiedad Intelectu@l

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