miércoles, 17 de octubre de 2007

Kant Tenía Razón


Kant tenía Razón
Ignorar que sabía era, desde hacía demasiados años, su opción de cobarde, su único recurso para afrontarlo.
Si, era extraño.
Otros obraban a la brava, haciendo honores a la hispana sangre, esa misma que a el parecía que se le había congelado.
Es una opereta en variados actos, más o menos largos, más o menos ignotos, pero todo con un final harto conocido.
Portazo, sorpresa, grito, honra chamuscada, vecinos asustados, humillación, de pelea algún conato, policía, abogado, juez, divorcio....adulterio.
Lo escuchó de Clemente, antiguo compañero de Salesianos de quien, desde entonces, tan solo sabía que vivía justo enfrente del Parque de Bomberos de Manuel Becerra.
El chaval y luego hombre, siempre había sido algo...tieso y excesivo en el trato.
Demasiado presuntuoso, demasiado boquiabierto, su modelo de varón semejaba demasiado al concepto que sobre el mismo, imperaba entre los españoles de cuando Franco agonizaba.
No era de extrañar pues que su mujer le respondiera callando, devolviendo con intereses tantos años de abandono y soledad marital al liarse con un conocido del barrio.
El asunto terminó como en la mejor de las comedias del XVI....una hembra tapándose las verguenzas con las sábanas revueltas del lecho, un marido rasgándose la camisa y un amante, acojonado, remitido al hospital tras serle resquebrajada cierta silla sobre la cocorota.
Ella terminó con los cueros de la piel presentándole los respetos a la calle, avergonzada ante el aturdido vecindario y frente a unos hijos que, recién llegados del colegio, se encontraron que su familia se había deshecho por culpa de que a su padre se le ocurrió regresar a casa buscando ciertos papeles del banco.
Luis lo tuvo mucho peor.
El era el taxista del 1080, con doce años tras el volante y otros tantos sin fortuna, encamado con uno de esos amores, que aun llamándose María, parecía de lo vulgar alejado de tanto que no terminaba de puro que en público se quería.
No era raro que con la voz baja y el etilismo en todo lo alto, Luis se acercara a los oídos confiados de Carlos para confesarle que entre sábanas, su mujer lo hacía derretirse como la mantequilla al fuego, con el mismo ardor que la primera vez que se cataron, bajo los pinos y los muchos muertos mal enterrados que se ocultan en la Casa de Campo.
Al pobre todo se le vino abajo cuando una mañana griposa, medio desfallecido por la fiebre, esta le subió hasta desfallecerlo, al encontrarse con su María, dejándose deleitar por la lengua de la kiosquera, la misma cuyos coleccionables había reunido domingo tras domingo y le rellenaba el bonobus o le vendía goma de mascar en fresa con la que no espantar a los clientes.
Luis pensó que deshonra de cornudo, si ya dura, peor lo es cuando las circunstancias eran las que eran por lo que decidió el discreto divorcio y la licencia en otra provincia, donde intentar levantar el ánimo y la cabeza, lejos de las gentes que con sus miradas le recordarían lo padecido.
Carlos sin embargo, creyó que la ignorancia, aun sabida, era la mejor bandera posible.
No, el no necesitó birlarle horas a la oficina para confirmar una sutil sospecha encontrándose a su esposa con las piernas aferradas sobre una cintura ajena.
Tampoco precisaba coger con la punta de los dedos unos slips de talla desconocida que el no recordara haber puesto jamás en la colada y que ella excusara, afirmando tajante que se le cayó la última vez que menos dormir, hicieron de todo en la cama.
Fue un insípido domingo de cafe y churros en "El Tostado", el bar de Gregorio, el Bigotes, una institución tan propia de Vallecas, como lo era el foso aseptico de la M30 o el Pirulí, enquistado como torreón desde el lado de los salamanqueñs.
El sitio les gustaba porque sus anchos ventanales daban al parque....y el parque gustaba a sus hijos por el arenal y la hierba, por los columpios que les dejaban ser monos o arriesgar en una gran aventura, en un gran salto.
- Esta bueno este café - dijo Carlos, echando un sorbo nada más terminar de decirlo.
- Si - respondió Mamen con evidente signo de estar en cualquier otro lado.
No hubo más.
Tan sencillo como cruel, tan real como esperado, tan austero, tan desamparado, tan alejado del rito, del estereotipo.....tan desangelado.
Quince años desayunando bajo los prominentes bigotes del "Tostado", ochocientos diez domingos insertados entre tres mil doscientos cuarenta churros mojados en mil seiscientos veinte cafés....buenos cafés respondidos en idénticos asentimientos.
Mismo hábito tan solo levemente transformado, de domingo en domingo, por una mirada cuya fuerza, cuya retina desdibujada de su poderoso marrón claro, iba dejándose ensimismar por su propio mundo....un mundo alejado de lo cotidiano.
Ni amores despechados, ni novelas teñidas en rosa, ni lenguaje edulcorado, ni duelos al amanecer con pistola de bocacarga y diez pasos, ni padrinos o espadas, ni teatro, ni rabia.....dolor.
Por eso no hubo puños cerrados tras aquella mañana de mapas equivocados y dotes confundidas entre ignotas callejuelas.
Un cliente nuevo, una calle innombrable y aquel semáforo en rojo entre la calle Gibraltar y Condes de Soto, con un paso de cebra medio desdibujado y aquella pareja de enamorados.
Llovía.
Llovía tanto que durante unos segundos, los miró con envidia de quien hace mucho no hace....percibiendo algo familiar en el abrigo verde oscuro y el paraguas de pastor extremeño que utilizaban tanto para protegerles de la que caía, como para incentivar la intimidad del beso.
Al retirarse la tela, el, que intuía, no encontró ninguna sorpresa.
Mamen miraba a aquel rostro, hasta ese día menos que nada, menos que la misma mierda y ese rostro le respondía.
Esa misma noche, buscó escusa en el trabajo para llegar tarde y en el insomnio para justificarle porque buscaba refugió en los sofás del salón.
Mientras contaba los cristales de la lámpara telaraña, imaginaba que entraba en la alcoba, con el cordel de los zapatos firmemente sujeto entre sus temblorosas manos....se abalanzaba sobre su cuello, apretaba hasta casi arrancarle el gaznate, a oscuras, para no sentir piedad, atenazándole las manos bajo los pies para que no le arañara, hasta vengarse, privarle de la vida, de toda la esencia que le había robado....de los años.
Pero no hubiera sido justo.
De serlo, el también tendría que ser asesinado....tantos años robó ella, como el le había robado.
Y luego estaba los hijos...demasiado hijos para poder comprender que era de una madre bajo losa y un padre vigilando la integridad bajo las duchas de Ocaña.
Bajo la ducha, mientras sentía el aroma dulzón de la leche calentándose, mezclada con el químico gel y el cloro acuoso, dejó que la ducha le hiciera hervir la testa, limpiando las lagrimas nunca soltadas, arramblando con la desazón por todo lo que un café con churros y un enorme paraguas le habian destartalado.
Al salir de ella no se secó, no se peinó, no buscó de sus verguenzas amparo tras una toalla endurecida por el uso.
Así, desnudo, llegó a la cocina y besó dulcemente su cuello.
- Los niños - adujó ella.
Pero se les hizo tarde. Fundidos. Ambos.
- Hacía mucho - dijo ella, consciente de que en media hora, los horarios se les habían apretado y los niños, definitivamente, estaban bien despertados.
Carlos no dijo nada.
En lugar de eso, se limitó a incorporarse, vestirse, todo con lentitud, como si hubiera ovlidado que los jueves hay trabajo y el comulgaba con el suyo tras diez minutos escasos.
Mamen supo.
Algo no marchaba bien.
Pero cuando quiso preguntarlo....ya había desayunado.
Esa misma mañana fue la que trajo a Carlos la decisión de ignorar.
Y así llevaban otros diez años.
Aunque pensarlo lo pensara, el decidió mantenerse fiel.
Ella tuvo unos cuantos.
El jovencito universitario del 9ºC que estudiaba económicas y al que le impuso la distancia tras comprobar que ella no había nacido con vocación de maestra.
Luego estuvo ese basurero que barría por la calle Castaños....General Castaños....y que por eso de la tez morena y el acento de dramón venezonalo, le hizo las alegrías de congraciarla con el morbo del extranjero.
Pero los casorios extranjeros son tan válidos ante Dios, como ante el Dios patrio y por lo visto, las mujeres de esas dehesas, la sangre se les hierve apenas presienten que algo más puntiagudo que el pelo, les crece sobre la testa.
El tercero resultó ser un hombre ya demasiado cano.
Se llamaba Sebastián y de el, Carlos tan solo sabía de su cara, pues era tan ávaro en el trato como castellano de origen y en todos los años que llevaban cruzando idénticos rincones, apenas se saludaban con más miradas que palabra.
Indudablemente ante ella, cumplieron con algo más que un protocolario saludo lo cual llevó a Mamen, a olvidarse pronto de su "Salsón" sudamericano y apostarse entre los brazos de la cosecha autóctona.
Aunque evidentemente jamás se lo preguntara, Carlos siempre sospechó que fue el soriano quien le dejara una impronta más profunda.
Lo sabía porque un sábado de sexo hastiado, la notó algo más humedecida que de costumbre y en el ardor, casi, porque se mordió los labios cuando tomó cuenta del error, se le fue el nombre que no debiera jamás surgir, enmedio de un traidor orgasmo.
Lo sabía porque fue el único por quien lo apostó todo, metiéndolo en la cama propia, sabiendo que de ser sorprendida, todo el comedimiento se vendría abajo y ningún juez de aquel entonces, le daría ni custodia de hijos ni derecho al mantenimiento.
Lo sabía porque cuando le llegó el retiro y regresó a su pueblo, surgió de la nada un fin de semana entre amigas, un fin de semana soriano, que regresó con los ojos inyectados en venilla roja y la tez tibia, mortecina, de esos que muestran aquellos a los que las entrañas se les descomponen y la vida ya no les entra.
Carlos se limitó a besarla levemente y pasear junto a ella...cogidos de la mano.
Ella ya no estaba.
Siguió sin estarlo durante otros dos años.
Sería una tarde, también de domingo, con muchos cafés y churros, con muchos "sies" lanzados al viento casi en un susurro, como quien no sabe muy bien lo que anda diciendo.
Mamen se paró...en seco...y se lo quedó mirando.
Por un momento, breve y frío, Carlos temió la escena en confesión que el mismo había conseguido ahorrarse durante todos aquellos años.
- ¿Por que? - le preguntó - ¿Por que?.
- Bueno - lo cierto es que se esperaba muchas cosas....pero no eso - .....será porque te amo.
Durante unos segundos, Mamen levó las anclas de los ojos, cerro con fuerzas los párpados, no dejó que una sola lágrima se le escapara por la comisura.
Tras un solo minuto, !que poco cuesta!, levantó de nuevo la cabeza.
Y lo hizo para mirarlo.
Era una visión casi olvidada, una mirada que sus retinas marrones, oscurecidas por eso del hábito consumado, reflejaban en un resplandor de nuevo brillante y claro, con la ilusión de quien descubre que en ocasiones, se tiene demasiado cerca lo que durante toda una vida se ha ido buscando.
Le apretó la mano y juntos....continuaron paseando.


Bucardo


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