sábado, 16 de febrero de 2008

El Derrotado


El Derrotado
Incapaz de sostener los puños en alto, desprotegido y sin defensas, el boxeador encajaba uno tras otro los golpes con que su rival se ensañaba.
Los riñones, el hígado, la mandíbula destrozada, las dos cejas partidas, una nariz aplastada, los labios desgajados, las costillas descuajeringadas, su respiración asfixiada y los escupitajos espesos y sanguinolentos…..el perdedor despedazado y aun con todo, manteniendo sus dos piernas abiertas y desafiantes, clavadas sobre la tarima, incapaces de sucumbir, inevitables frente a la derrota.
El adversario, poderoso y crecido, había olfateado su debilidad ya desde el mismo banco, antes incluso de que sonara la campana concediendo permiso para la carnicería.
Con el sosiego de quien se reconoce superior, preparaba maquiavélicamente el objetivo de cada uno de sus golpes, regocijándose, sopesando la nula posibilidad de aquel cuerpo infeliz y magullado.
- Te mato – le susurraba al oído cada vez que uno y otro se aferraban, la bestia para prolongar el sabor de la victoria, su víctima intentado encontrar por algún sitio, dos segundos y un respiro.
El boxeador, inválido, apenas era capaz de atisbar sombras a través de las rendijas de sus ojos inflamados.
Intuía que el final andaba cerca pero aun le quedaba el derecho de decidir cuando vendría.
Y ahora no le daba gana.
Cada vez que el árbitro intentaba agarrar uno de sus guantes y tentarle los nervios, este los retiraba decidido a proseguir con la agonía, dando licencia para que se renovara su castigo.
Y este se renovaba, mamporro tras mamporro, empujones y amedrentamientos hasta que un zurdazo decisivo y violento, impacto sobre su occipital derecho, obligándole a reconocer la calidad de la lona, si bien no cayendo a plomo, sino intacto el honor, derrumbándose cachito a cachito, como solo lo hacen los grandes imperios o las piedras de una barbacana a la que se le ha ido royendo su base.
El juez se acercó e inició la cuenta pero incluso antes poder llegar a cuatro, temblando y encogido, el derrotado alzó el cuerpo y puso los puños en guardia, retando a la paciencia del contrario.
- ¿Por qué? – escupió su vencedor
- ¡Es lo único que me queda!.

Bucardo


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