martes, 19 de febrero de 2008

El Clarinetista Aislado


El Clarinetista Aislado
Con los tiempos que corren, no es fácil ser clarinetista.
Tampoco lo es el pretender alcanzar para lenteja y postre de diario, cuando al volcar la gorra, suenan unos céntimos de cobre, un botón, un escupitajo o nada.
Por eso no queda otro remedio que compaginarlo con unas mañanas tras la barra de un bar, una cafetería enfrentada con el Ministerio de Cultura cuya clientela, funcionaria y por tanto carente de la imaginación de quien ya sabe todas sus respuestas, toma los cortados al ritmo lento con que sellan los formularios.
Elijo el pasillo lejos de cualquier rostro con nombre capaz de reconocerme.
Resultaría imposible encontrar a una sola persona que al mirarme, concentrado bajo la bóveda polvorienta de la conexión interlíneas dos y siete, no pensara en mis carencias, incapaz de asumir que alguien con opciones, sencillamente escoja esta por el regusto de tocar el clarinete.
¡Y que regusto da el jodido instrumento!.
Claro que como muchas cosas en esta vida, desde echar un polvo hasta sazonar el cocido, disfrutar con ello no significaba ser maestro en el oficio.
Pero me conformaba con esbozar con cierta compostura una sonata de Mozart o un “blues” sureño bajo el vacío de aquellos pasillos sin vida, entre la paredes donde junto al cartel de una perfección esquelética anunciando perfume de a cincuenta euros solo mirarlo, un vándalo, un asocial, un sin remedio, había decidido publicitar su amor por una tal Rosa del tercero de ESO.
Mi poca destreza no importaba.
Ni a mi, ni a los que cada vez menos, escuchaban.
Tal vez en mis inicios, algún iluso de los que todavía andan, pudiera regalarme una moneda de veinte céntimos pero a medida que el sistema tomaba ventaja, las monedas eran rancias y los rostros ausentes, con prisas y malhumorados, parecían preferir la música pulcramente monitorizada dentro del embudo de sus MP4.
Éramos demasiados, hablábamos cada vez menos y ahora, dicen que bajo el reinado de lo sensato, la nota en vivo o el semejante usando la boca para algo diferente a rumiar, nos resultaban tan extraños y extintos como un oso pardo.
Por eso toco.
Toco porque aun de vez en cuando, topo con esa discreta alegría de alguien que, mordido por la curiosidad, se libera de los auriculares y prefiere mis esforzadas sonatas.
Son cuatro, cinco, puede que hasta diez segundos.
Diez segundos de victoria sobre el imperio del aislamiento, diez segundos que apenas son escaramuza en una guerra donde elegí, ya lo asumo, el bando de la derrota…que no de los claudicados.
Pero son diez segundos en paz y gloria y con lo que cae, si da para un café, es un café que sabe a mucho más que a Colombia.

Bucardo

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