martes, 27 de noviembre de 2007

La Bella Albina


La Bella Albina
Al valiente rey de todas las tierras vistas y por ver, nada le provocaba miedo.
El, todopoderoso entre los todopoderosos, ostentaba sobre su testa la corona de la realeza y la prepotencia, del egoismo y la sapiencia que da el saber como cada mañana, apenas despertara entre sábanas de raso y alhohadas de pluma, encontraría el desayuno caliente y sus caprichos servidos sin que nadie osara jamás llevarle la contraria por extraños, inservibles y funestos que estos fueran.
Al valiente rey de todas las tierras vistas y por ver, la riqueza le era innata, el lujo diario y la ostentación, propio de su naturaleza.
Poseía un palacio para cada mes, una cama con dosel y cortinas finas para cada día, una mesa de caoba o ébano, de roble viejo e incrustaciones de haya para cada comida, un tenedor bañado en oro para cada plato, una hoguera rebosante para cada invierno y una dama que le convirtiera la soledad en compañía para cada noche.
El rey desde infante sin apenas vello sobre la cara, había sido comprometido con una princesa de muchos títulos tras el nombre, si bien ella permitía los deslices de su obligado esposo, tan solo por el placer de sentirse la segunda en el segundo peldaño, mirando a los demás por encima de su largo y blanquecino cuello, ostentando los privilegios innamovibles de su corona y cargo.
La soberbia del rey le llevaba a dar largos paseos por los jardines de sus palacios, con los escribientes, pluma y mueble en mano, tratando de seguir el camino de sus pasos y el ritmo de sus dictados.....largos decretos, extensos pliegos que eran una y mil veces copiados para luego entregarlos a sus heraldos que cabalgaban por todas las plazas públicas del reino para proclamarlas por todo lo alto.
Y así, convocados por los trompeteros, bajo la mirada tensa y fría de los alabarderos, daba fe ante sus vasallos de las grandes victorias que sus banderas obtenían....de los castillos enemigos tomados, de sus valles fértiles saqueados, de sus tesoros robados, de los varones muertos o rendidos, de los niños y mujeres vendidos como esclavos, de que Dios le protegía a el entre los demás soberanos por ser su corona la más divina y verdadera.
Y aquellos siervos ignorantes y sumisos, con el rostro sucio y las prendas desgarradas, aplaudían con las manos infladas y encallecidas, agradecidos por tener un monarca tan sabio y poderoso como para librarles de los peligros que una frontera lejana, guarnecida por enemigos que ellos jamás habían visto.
Si el rey apetecía de hielo para su limonada, aun siendo verano tórrido y enhiesto, sus emisarios cabalgaban destrozando las pezuñas y quijadas de los caballos, hasta alcanzar las montañas más norteñas y escarpadas, esas donde sus profundas barranqueras e inalcanzables alturas resultaban inhóspitas incluso para las gamuzas.
Solo allí la nieve era capaz de soportar el deshielo hasta el regreso de los primeros fríos.
Esa nieve la recogían los montañeses, sostenidos al mismo borde del abismo por endebles y crujientes cuerdas, regresando luego desfallecidos ante la copa de su señor, impacientado por tanta tardanza.
Si su real estómago se encariñaba de probar el manjar más costoso y extraño, a sus cocineros les palidecían las manos y marchaban presurosos de mercado en mercado, tanteando a los comerciantes de ropa y aspecto más extravagante, aquellos cuyas lenguas sonaban más incompresibles y sus pieles, negras desde el nacimiento, garantizaban que sus condimentos fuera los más exóticos, los más raros.
El monarca, con el tenedor desanimadamente cogido entre dos dedos de la mano, cumplidor del protocolo, tomaba un ligero bocado y lo mordisqueaba levemente, casi como si bostezara, para luego dar por entendido que se encontraba saciado y que los restos, restos que eran todo, les fueran dados a sus perezosos y obesos canes.
Y los cocineros respiraban aliviados. Después de tantos sudores y desprecios, conservarían algo más que su sueldo y cargo.
Sin embargo llegó el día, ese, en el que el rey de todas las tierras vistas y por ver, sintió por la vida hartazgo y que, soberanamente aburrido, surgió de entre sus ideas, la de poseer algo, lo más extraño, que nadie antes poseido hubiera.
Y para ello llamó a sus sabios, aquellos ignorantes muy letrados, de barbas tan espesas como la hierba de mayo y cejas tan juntas como los desfiladeros helados, los cuales se presentaron sumisamente ante el monarca, con la cerviz humillada y la cara de humildes que suelen poner, aquellos que de ello tienen más bien poco.
-Decidme...¿que puedo tener que nadie jamás halla tenido nunca?. Algo único, en suma raro, que me envidien los monarcas y me admiren sus vasallos. Hablad.
Los viejos rumorearon largamente formando un redil.
Finalmente, uno de ellos, que portaba un esbelto sombrero con plumas teñidas de pavo, surgió del grupo para decir....
-No conocemos señor en esta tierra tan poderoso como para haber poseído la sutil y casi extinta belleza de los albinos.
-¿Albinos?.....- preguntó intrigado -....¿donde viven esos albinos?.
-Oh mi señor – argumentó, inflado por sentirse centro de la atención real – Los albinos no son un pueblo majestad. Más bien Sire....son una rareza del destino, un capricho del divino hacedor. Nacen sin advertirlo, sin que ningún signo así marque su destino y tan solo cuando las parteras los sostienen sanguinolentos entre sus manos, advierten de su anomalía. Algunas incluso, llegan a advertir a sus progenitores para que los arrojen al vacío o los ahoguen piadosamente en el fondo del río. Hacerlo desde luego no sería insensato pues raros son los que llegan a la madurez. Entre sus ignorantes iguales los consideran malditos, a causa de sus rasgos claro, por lo que se han dado casos en que la multitud los acusa de la muerte de algún recién nacido, de la mala cosecha, de la plaga de bandoleros o de las mismas pestes, por lo que terminan ahorcados a la entrada de cualquier poblado o huyendo para vivir malamente mendigando hasta que sucumben al hambre y las miserias.
-Sus mujeres – interrumpió el rey, con la lascivia más irritante insertada entre sus ojos – hablame de sus mujeres.
-Oh mi señor – continuó inventando pues el más sabio entre los sabios o el más osado entre ellos, hablaba sin haber visto jamás mayor mundo que el que se escondía entre los libros de la Biblioteca del Reino – de ellas cuentan de sus pieles y cabellos canos, incluso cuando son neonatos, de sus uñas largas y sus cejas finas, de un blanco calizo y de una pureza extrema, de esos ojos que cuando son verde hace rebrotar la virilidad del anciano. Aseguran incluso que quienes consiguen contemplarla....jamás vuelven a admirar mayor belleza que la contemplada.
-Dicho sea – su majestad se alzó y con el brazo en todo lo alto, señalando hacia el enorme ventanal desde el que se vislumbraban los jardines, como si estuviera ordenando que sus soldados cargaran contra el enemigo, dió señal a sus escriban para un nuevo decreto – Que la busquen, donde sea, pagando lo que sea, cometiendo lo que sea. Que mis correos y emisarios partan por todo el Reino, que entren en todas las aldeas, en todas la villas, castillos y pueblos, que busquen entre los puertos e islas, bajo los secarrales, en los llanos y en mis montañas, que me traigan a la más bella de entre las albinas.
Día tras día fue pasando el tiempo, las semanas y los meses y uno tras otro, la impaciencia del Rey era pagada por aquellos de sus heraldos que osaban regresar sin noticias, agotados, polvorientos, atemorizados, asegurando que sus maestros eran más magos que sabios y que si los albinos en algún tiempo existieron, por fortuna Dios los había extinguido pues no era demasiado cristiano que semejantes seres vivieran.
Sin embargo, llegó el día en que las iras reales se tornaron en desbocada alegría, tanto como para levantarse de madrugadas, faltando a su costumbre de hacerlo cuando ya la corte se hartaba de esperarlo y encontrarse como, entre dos de sus mercenarios germanos, los más altos, rubios y fieles a quien les pagara, se situaba el secreto oculto tanto tiempo anhelado, oculto bajo una capa fina y brillante de tela negra.
-Me la hacéis parecer un dominico – dijo, oculto en una discreta sala secreta, riéndo su gracia y contemplando a la corte para comprobar quien si y quien no lo acompasaba- Hacedla esperad....no deseo que me contemple si no es como yo lo deseo.
Al capricho dominico del rey de todas las tierras vistas y por ver, lo llevaron a la Sala de Audiencias, la más grande y lujosa que siempre era reservada para acoger a aquellos aliados que se pretendía mantener como tales o a aquellos enemigos a los que se intentara avisar contra sus alardes.
Era un salón regio, decorado con paredes doradas y lámparas de cristal venecianos, donde los escasos huecos que dejaban los angelotes alados, las parras, las hojas de acanto y las imitaciones de árbol, eran ocupados por enormes cuadros, escenas de monstruosas batallas en las que los antepasados y el mismo soberano, aparecían sobre caballos enrabietados, ensartando sin esfuerzo a sus adversarios mientras les eran presentadas banderas capturadas y nuevos y sumisos esclavos, todos con el rostro compungido por el terror, suplicando por una clemencia que nunca les iba a ser concedida.
Su regalo quedó a solas durante largo rato, hasta que las dos hojas de la puerta principal se abrieron, apareciendo tras ellas una carroza de ruedas rimbobantes y miles de bolas y cabriolas, tirada por seis monumentales negros, casi desnudos salvo por los pañales de gasa gris y los turbantes orientales, a quienes escoltaban guerreros alto como pino del norte, anchos como llano del sur y bellas mujeres que lanzaban pétalos rosados a medida que el carruaje avanzaba sobre el crujiente entarimado.
Sobre ella, el rey de todas las tierras vistas y por ver, vestía traje en hilo fino de oro, con cetro largo y espada incrustada en gemas rojas y verdes, la cual sostenía sin mirarla pues sus ojos, fríos y soberbios, lo contemplaban todo con aire de tenerlo ya dominado.
El cortejo avanzó a ritmo de trompetas hasta que se detuvo a dos pasos escasos del manto negro, que no parecía retroceder o temblar ante aquel espectáculo magno.
-He ordenado ante mi tu presencia – expresó con magnaminidad – Quítadle el manto
Y al caer el sayo sobre el enlosado, las trompetas callaron, los portadores temblaron, los fieros guerreros se compungieron, el silencio se impuso y tan solo la boca abierta de toda la corte, parecían querer exhalar una unánime exclamación de asombro.
La Bella Albina era una luna caída en tierra, de ojos verdes intensos como la hierba de mayo, de cabellos puros y largos, de talle esculpido, pies delicados, cuello de cisne, caderas pomposas, espaldas en mármol y pechos armoniosos....la Bella Albina era un ángel sin alas, tal vez a causa de ello vino a caer entre aquellos asombrados cortesanos.
-Yo soy tu rey, el rey de tus padres y abuelos, el rey de tus hermanos, el rey de todo lo que pisas, de todo lo que respiras, bebes, comes, el rey de tu lecho, el rey de tus rebaños....móstrate ante mi agradecida y postrada – añadió señalando con un dedo el suelo para incitar a que le obedeciera.
Y sin embargo la Bella Albina, apenas una chiquilla que no alcanzaría las veinte primaveras, parecía tan fría como la tez de su piel, valiente y de mirada fija, tan fija como la de aquel monarca que contemplaba obscenamente el color de su tez mientras apretaba los puños soliviantado por la actitud orgullosa de la chica.
-!Yo soy tu rey! - gritó, resonando sus palabras por las amplias paredes del salón - !El rey de tu vida, de la vida de tus padres y abuelos, de la vida de tus hermanos y de todo lo que pisas!. !Postrate!.
Pero la Bella Albina continuó desnuda....de pie.
-¿Es que acaso las de tu extraña raza no son capaces de oir? - preguntó el afeminado y aterrorizado chambelán.
-¿Que potestad posees para creer que no te cortaremos las piernas por negarte a humillarte ante tu legítimo soberano?.
-El que por no tener, no tengo ni miedo.
-!Que le corten la cabeza! - exclamó el rebaño con un ojo posado sobre su dueño para ver si les acariciaba.
-!No! - exclamó su amo, contrariando el gesto de sus serviles - ¿No me temes?. No te preocupes....conseguiré que te aterrorices hasta de mi sombra.
La Bella Albina soportó tres largas noches en las celdas reales.
Las celdas, solitarias y frías, espesas, más negras que grises, húmedas y férreas, parecían querer echarse sobre ella aun cuando la bien alimentaban y le proporcionaban abrigo y cuidados que los demás presos envidiaban.
La mañana del cuarto día, la llevaron ante la escalinata principal de Palacio, la que daba a la gran explanada desde la que se entraba a través de los jardines reales.
Frente a ella, el rey, sentado en un trono siempre dorado dio la orden para que durante toda la mañana, desfilaran ante sus ojos fieros soldados con alabardas bien afiladas, caballeros acorazados con la pica en alza, monturas enrabietadas que hacían ademán para cocearla, todos acompasados por el ruido de los cañonazos y el espeso humo sabor a azufre de una pólvora que todo lo impregnaba.
Cuando todo hubo terminado, la liberaron de sus cadenas para ver si sus rodillas cedían ante la magnificencia del monarca.
Pero ante la sorpresa general, no solo se negó a claudicar sino que su postura se irguió todavía más, orgullosa y firme, mayestática y valiente ante la acobardada audiencia.
De vuelta a los calabozos, pasó tres noches más añorando la luz de la luna, como si esta fuera el alimento del inexplicable color de su piel.
La mañana del cuarto día, la llevaron hasta los zoológicos reales donde le mostraron unas vulgares ovejas, atadas a estacas que permanecían firmemente clavadas en el suelo. Desde las vergas situadas a su derecha se abrieron unas verjas de donde salieron unos leones con cara de estar tan fieros como hambrientos y que antes de emitir rugido o gesto alguno, se abalanzaron sobre las pobres e indefensas presas que intentaron desesperadamente escapar lanzando aterradores balidos.
La corte contemplaba aquella escena sin atreverse a nada....las damas a vomitar su repugnancia, los varones a bajar la mirada...pero la Bella Albina, apenas la soltaron, encrespó todavía más su mirada y con el cuello tan en lo alto como podía, le dijo al rey con las retinas, sus retinas, no cedían.
Cuando tres días más tarde, ambos se reencontraron, lo hicieron en un lógebro patio, recubierto con telas rojas, donde sobre un patíbulo, se alzaba un enorme tronco ante el cual, un obeso verdugo encapuchado aguardaba, con el hacha entre las manos.
Rododeando al absoluto, nobles, consejeros, mercenarios, escribas, secretarios, señoras y damas, cortesanas, sirvientes y lacayos, todos alentando a su señor para que la decapitara.
-Esa – señaló el rey.
Los esclavos prendieron a una de aquellas bellas cortesanas, de las que pululaban pugnando por la primera fila y medraban con cuchicheos entre las salas de palacio.
Y la desgraciada, al comprender lo que de ella se pretendía, lloró y suplicó, se zafó del abrazo de sus apresadores para postrarse ante los pies del monarca para rogar clemencia, se agarró a las piedras, se resistió ante cada peldaño y así hasta que el hacha hizo de su filo sangre y los gritos cesaron.
Pero la Bella Albina, venciendo toda su repugnancia, estampó todo su enfurecido gesto sobre la del sanguinario monarca.
Era de madrugada cuando la volvieron a sacar de la celda.
Pero cuando tornó a estar ante el rey....nadie lo acompañaba.
Solo una mesa en madera noble de incrustaciones, una hoguera cálida, un candelabro con cuatro velas encendidas y el viento ululante que golpeaba la ventana, haciendo temblar levemente los cristales que la formaban.
- Nadie, nunca, nadie jamás me ha llevado la contraria – habló dominando el genido – Desde que era delfín, desde la misma cuna, aquel que lo osara, terminaba en la fosa de los leones, aplastado por mis ejércitos, devorado por el hacha....Todos ante mi se postran, todos ante mi se humillan, todos ante mi callan. Los reyes me juran fidelidad, los infieles se acobardan, los guerreros me reverencian, los sierves no ven jamás cual es mi cara....¿se puede saber quien te crees?....¿como te atreves tan siquiera mirarme a los ojos?.
-Tu dices ser el rey de todas las tierras vistas y por ver.....pero ¿acaso has visto alguna vez esas tierras de las que aseguras ser rey?.
-Insensata – el monarca parecía comenzar a perder su paciencia.
-Yo nací entre el frío...si entre el frío porque tus leyes prohibían cortar leña ni aun cuando el invierno se ganaba a pulso su nombre. Un pellejo de oveja fue mi única vestimenta hasta que pude gatear y aun con todo, tuve mucha suerte. Ese mismo invierno, mis hermanos, todos sin excepción, murieron por no tener nada con que alimentarlos mientras yo tenía los pechos de mi madre. Crecí con el hambre por esposo, la soledad por compañía y el dolor como único amo...con las manos de niña que nunca conocí, despellejadas a diario lavando trapos de otros en el río congelado, con los dedos encallecidos de recoger la mies de extraños y los pies descosidos y sucios, de tanto recorrer los senderos en pos del recado ajeno. Y todo para ver como cuando acababa el verano, aparecían tus emisarios para quitarnos el trigo que luego alimentaba tus ejércitos y los engordaba la panza de tus nobles cebados. Y con ellos marchaban los mozos más jóvenes para pelear en guerras que ni conocíamos y que cuando por un milagro regresaban, lo hacían sin un brazo, sin un ojo, con la mente ida, con el pecho quebrado. Tenía diez años pero la edad no importaba cuando debía bajar a vigilar el rebaño, a espantar a pedradas al lobo del cordero, al jabalí del huerto, quince cuando me maldijeron en la iglesia por este color extraño, dos años más el día que a mis padres se lo llevaron las fiebres y veinte cuando dejé mi hogar tan solo porque era yo otro capricho más de quien dice ser mi amo. ¿Pretendes que tenga miedo?. Nada poseo, puedes hacer conmigo lo que quieras. Pero tu....tu tienes miedo...miedo a la gente ....por eso entre nosotros siempre habrá espadas y cañones, verdugos, escribientes, heraldos, castillos, guardianes, las verjas y los leones de tus palacios. Por eso serás siempre rey de lo que no conoces, dueño de todo lo ignorado....por eso el miedo será por siempre tu amo.
Al valiente rey de todas las tierras vistas y por ver se le quedó el sentido nublado y el cuerpo, derrumbado sobre el sofá, parecía muerto mientras el pensamiento quedaba lejos de aquella sala, ausente de la Bella Albina, que marchó sin reverencia ante la mirada sorprendida de los guardianes que la intentaban retener, cubriéndole el paso con sus alabardas ante la puerta abierta.
Nunca más la volvieron a ver.
Cuando al rey de todas las tierras vistas y por ver le caducó la vida, lo enterraron bajo el mismo roble, ahora grueso y amplio, que plantara con sus propias manos el mismo día que descubrió la verdad de labios de la Bella Albina.
No quiso que enclaustraran sus restos en el panteón de granito que levantaran sus antepasados bajo las losas de los monasterios reales ni que sus letras estuvieran impresas en oro y su retrato colgado con orlas negras de todas las iglesias y plazas públicas.
No quiso cañonazos ni plañideras, ni costosas misas, ni monumentos ni homenajes florares...su féretro no lo portaron los nobles más nobles ni sus guardianes más fieles sino sencillos campesinos vestidos con humildes prendas.
Cuando el fúnebre cortejo pasaba por alguna aldea, sus habitantes acudían ante el camino para postrarse con el sombrero en la mano y la mirada agradecida...agradecida porque les devolviera la esperanza de poseer sus propias tierras, porque sus hijos crecieran con la mirada limpia, porque las despensas se les saciaran y sus muchachos no conocieran lo que era una guerra....porque hubiera en cada pueblo una escuela y no supusiera gran esfuerzo pagar los servicios del licenciado cuando uno de ellos en cama cayera.
Su sepelio no fue conocido por los embajadores de aquellos reyes derrotados, sorprendidos ahora de que durante todos aquellos años lo que antes había sido impuesto, ahora les resultara paz eterna y que quienes vivían en la frontera, podían mirar hacia adelante sin temer por la tormenta que pudiera venirles del otro lado.
La corte se disipó en cuanto los cocineros se quedaron en uno y los ricos platos en duras carnes, huevos fritos, hogazas de pan negro y sencillos caldos...en cuanto los comerciantes de tela fina se vieron sustituidos por vendedores labriegos de gruesos paños...en cuanto ya no se medraba por privilegios o beneficios sino por conseguir que se les apreciara por sus buenos oficios, por el talento, el intelecto o el duro trabajo.
Cuando la cruz de madera con su nombre en punzón grabado, quedó plantada sobre el cesped, todos rezaron un sencillo responso, las más piadosas algo más largo y los hubo incluso que lloraron temerosos de que el próximo, no les saliera tan buen amo.
Luego todos marcharon.
Pero en una esquina, bajo un negro sayo, había una figura firme e indoblegable, aun cuando la cara era casi arruga y los ojos tristes el desvelo doloroso de tantos malos tragos.
La Bella Albina, aun más blanca con el paso de los años, quedó con la mirada tierna frente a la cruz de madera, inclinándose esta vez para regalarle un beso a la sepultura removida.
- Mi rey....ahora si que eres amo de tu propia tierra.


Bucardo


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