martes, 27 de noviembre de 2007

El Frío de Berlín


El Frío de Berlín
El frío berlinés no es un frío a lo castellano.
Cuando la llanura es leonesa y le hiela al secano, lo hace como si se tratara de un sainete plomizo y repentino.
Durante el día luce el sol tan en lo alto, que incluso le llega a hacer creer a uno que es posible echarle al invierno buena cara.
Pero en cuanto sale la anochecida, todos los termógrafos se aterran, pensando en la que se les está cayendo encima.
Sin embargo el berlinés, del cual dicen que es más sano, lo hace al contínuo, sin tregua, de frente y sin fisuras, como si se tratara de una gigantesca armada, todopoderosa y presionando el frente enemigo, sabiendo que ese frente está hecho de piel y nervio y que la carne, ya se sabe, no suele estar demasiado bien avenida con eso de pasarse el día congelado.
De Berlín, su frío es lo único seguro cuando pasamos de Todos los Santos.
Es ese fiel compañero que te acoge bajo la Unter der Lindel, que te hace de guía en la Museum Insel, que se aferra al actor congelado, disfrazado de yankee que se gana a euro la foto, la sopa de cada día.
Se te aferra a la espalda en la ribera del Sperr, te recorre el cuello por la FrierichstraBe, te encuentra cualquier agujero que exista entre el ropaje y tu piel, estés en la Bergmans Avenue o en Alexander Platz, consigue arrugarte hasta las retinas mientras esperas la llegada del tren en la Karl Marx.
El frío y Frank, el de la flauta, son buenos amigos.
A Frank le gustaba comenzar el día cerca del río.
Se imaginaba, pues aunque pedigüeño era hombre de letra, que antes de someterse, el Sperr sería agua de castores y linde de germanos, que siglos atrás, cuando los muros y el cemento no existían, sus riadas eran temidas por quienes con el convivían y era el quien dominaba las lindes y no como ahora, que aun debía mostrarse agradecido de que no le hubieran cubierto a la vista, soterrándolo a base de ponerle hormigón armado encima.
A Frank, el de la flauta, le gustaba ganarse el hueco que había frente a la entrada del Deutsche Gesichte Museum.
Con puntualidad germana, entre las once y las siete en punto, sacaba pecho para robarle notas al aire....notas casi siempre desfasadas, sin ritmo ni tono, sin gracia y a deshora, notas que le ganaban tres o cuatro euros, raspados entre la piedad de quienes no dudaban en gastarse diez euros para pagar la entrada, para ver letra latina y piedra vieja.
Durante las primeras semanas, a los guardias se les ponía blanco el uniforme nada más verlo.
Solían con educación, rodearlo entre tres o cuatro para convencerle de que al otro lado de la StraBe, donde un Starbucks prometía idéntica tarta y café insípido y caro que ofrecía en Madrid, Londres o Peralejos, sacaría más cuartos e incluso alguna galleta rancia, de las que por caducadas, ya no se vendían.
Pero Frank, creo que ya lo he dicho, era en algo letrado y sabía que mientras conservara el pelo rubio y el pasaporte germano, por sucia que estuviera su ropa, ninguno de ellos tenía derecho a cogerle por las axila y ponerle al otro lado, en la otra esquina.
Pero el tiempo terminó por arreglarlo y los guardas...el flautista, dejaron de echarse mutuamente el ojo, los unos sabedores que cuando la flauta tocaba Polka Vienesa era que se acercaba el final de la jornada y el otro tranquilizado, pues el uniforme de los primero,s solía asustar a esas pandas de niñatos que por verlo pobre y desharrapado, pensaban en hacerle pagar a sus costillas cada una de sus frustraciones.
Pero Frank no estaba indefenso.
Junto a el andaba Brot, uno tan mezclado, tan poco ario como el lo era, solo que andaba con cuatro patas y sin rabo...rabo que se quedó colgado y sanguinolento en un mal atropello, obligando a Frank a convertir su estómago en piedra y arrancárselo de un tirón, sordo a los chillidos doloridos del cano.
El chucho andaba hurgando entre las bolsas de basura que sus generadores dejan rodeando los contenedores cuando estos revientan por los costados.
Aquella noche, esa en la que ambos se encontraron, el cánido no había andado afortunado y Frank, que pudo costearse un sandwich de pavo y una napolitana endurecida, decidió compartir su tesoro con su nuevo amigo.
Desde el pavo...ya no se separaron.
Los sauces y arbustos del Tiergarten eran la morada nocturna de Frank.
El enorme jardín, antaño gigantesco zoo hasta que los rusos llegaron con tanta mala leche como para comerse hasta los camellos que allí se alimentaban, comentaba en el Reichstag, tantas veces quemado, baleado, ametrallado, derruído, símbolo no se sabe bien de que Alemania, cuyos guardines, los mismo procuraban por la vieja piedra que evitaban la presencia de nazis, de “rots”, de gamberros entretenidos en zumbarle por la renal a un harapiento con perro.
La mayor parte de los berlineses, al buscar verde entre el negro, no se salían de la senda, no miraban más allá de los árboles que limitaban sus trazados, no se daban cuenta que entre los matorrales, pululaban jabilinas con crías, torcecuellos, zorros en busca de topos, picapinos agujereando maderos.
Era el último rincón que no se había doblegado al ritmo.
Si, el ritmo de la ciudad, de sus estaciones, le marcaba al pobre Frank su propio ritmo, el de su flauta.
Esta, buscaba sones más móvidos, más alegres, sobrecargados de notas, acumuladas de primavera, donde los jardines de Postdam, los que recordaba de sus infantiles veranos, se acercaban al Judische Holocausto, las flores crecían en la arena y los cortos veranos berlineses, casualidad, se alargaban.
La gente andaba de mejor humor y, tal vez a causa de ello, no le hacía demasiada gracia que aquel barbado de uñas mugrientas y napia claveteada, les recordara que a poco que les finiquitara el contrato, en cuanto la renta no les saliera en su empresa, si se quedaran embarazadas, si la enfermedad les sometiera, ellos podrían terminar buscando su propia esquina, su propio museo de historia.
Por eso, de mayo a octubre, tenía que madrugar y doblar las horas hasta rozar el cierre de su bar de siempre.
Si afortunado, conseguía entre euros sumar los cuatro, entonces tenía bocadillo, cinco y tenía schwartz Kaffe, seis y el dueño accedía a echarle gotitas de anís al puro y negro colombiano.
Klaus, el dueño, era viejo conocido más no amigo.
Los amigos no se disgustan cuando se encuentran con el bar acumulado de clientela en busca del último trago y ven aparecer a Frank con sus cuatro euros bien ganados.
Sin embargo Klaus, a quien al llegar a casa tan solo la televisión le esperaba, sentía idéntico pánico que quienes en estivo, intentaban evitar aquella flauta.
Bajo los sauces, Frank y Brot se acurrucaban, a veces comidos, a veces comiendo en sueño, intentado el uno al otro recordarse, que por lo menos, solos no estaban.
A finales de octubre, la gente recordaba el uso de la bufanda y el cuello les desaparecía, embutido bajo el anorak para que no les sucumbiera al asedio del norte.
Era el invierno, mala época para perder la menta y sin embargo, cosas tiene eld estino, buen tiempo para sacudir la conciencia de ese turismo que se prendaba de la mirada triste de Brot y los falsos tonos de la flauta.
Llevado por la incredulidad de quienes pensaban imposible compaginar la vida en la StraBe con semejantes temperaturas, los céntimos afloraban y el frío, le salía a Frank como buen aliado.
El calor se añadía a la comida...alguna Wurstchaf con Kartoffel, alguna fritanga de pescado, vino caliente de los mercadillos navideños, rosquillas anisadas, patatas fritas con mucha mayonesa y poco Kepchut.
!Que delicia darle cuenta a semejante pitanza entre cartones, entre trapos!.
Hoy Frank se encuentra de todo, pero sobre todo, se encuentra extgraño.
Cerca del Sperr el frío cala aun más hondo, pero acostumbrado, hacía mucho que no le llegaba tan al alma.
Se siente cansado, famélico y bajo las cuatro capas, entre el aire y el pecho, no encuentra ninguna razón que consiga borrarle de la piel ese jodido sabor a gélido.
Son cincuenta y dos, neblina de febrero, la lengua hinchada, los pies pétreos...todo le parece como si ya tuviera setenta y tantos.
Hace un gesto dolorido, algo parecido a intentar cambiar de lado y entonces, siente algo yermo que topa con el suelo, cayendo a plomo, cayendo tieso.
Los ojos se mantienen bien cerrados.
No, no quiere hacerlo.
Sabe de sobras que es lo que cayó al suelo....al suelo helado.
Brot anduvo la noche anterior con el pulmón apurado y por primera vez, le hizo un asco al pescado refritado.
Estamos viejos amigo – le dijo antes sentirlo sobre sus riñones....acurrucado.
Por lo visto al pobre, tenía más años que los que sufría su amo.

Bucardo


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