sábado, 27 de marzo de 2010

El Martini Blanco


El Martini Blanco

El azúcar estaba ya doblemente disuelto.

Cada segundo con cada revuelta, era más consciente de que lo realmente mareado, no era la leche, sino su propia indecisión.

Un año sentado sobre aquel taburete, bajo el arco iluminado donde uno de esos cuadros abstractos, no dejaba claro si estaba colgado del revés o derecho.

Doce meses, cientos de atardecidas tras el despacho, aguardando a que ella entrara y el tiempo, el ritmo, todo lo vulgarmente cotidiano, hicieran una pausa en espera de que pidiera su Martini blanco.

Blanco y sin hielo, con una gruesa rodaja de limón servida aparte a la que ella extraía los jugos dejando que se escurrieran entre los dedos para diluirse directamente en la bebida.

Luego se lo bebía sin prisas, a sorbos cortos, alzando y bajando la nuez con cada trago que se introducía por su infinito cuello.

Eran gestos placidos y placenteros que ella alargaba, consciente de que tendría que esperar hasta la tarde siguiente para volver a paladearlos.

En aquel tiempo, nunca le faltaron los pelmazos.

Niñatos sin talento, abuelos con la pólvora caducada, “bussinesman” de mirada lasciva escondiendo sus diarreas bajo el costo de la corbata, incluso el camarero, esquinado, mirando con ojos que lo desnudan todo menos el alma y que machacaba sus testosteronas abrillantando compulsivamente las copas.

Pero el, apenas verla entrar, no soportaba inquietarse o inquietarla.

Mareaba el cortado, lo hacía con círculos rápidos aguardando a que el dichoso Martini se finiquitara y al hacerlo, el café retornara al habitual ritmo .

Mirando el anular de su mano derecha, le brillaba un anillo áureo, quintal de mucho peso, más del que había pagado.

“La tentación – pensaba – mejor ni mirarla”.

Bucardo

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