
Hasta la anochecida, la nube no se deshizo en lluvia.
Era un goteo débil y lastimoso que apenas conseguía humedecer el polvo acumulado.
Habían sido seis meses de sequía y al campo no se le podía exigir milagros.
Primero murieron las espigas, luego los frutales y al final, terminó por hacerlo el árbol.
El labrador ya no miraba al cielo porque de el, no podía venirle remedio.
Sentado a la fresca del patio no le quitaba ojo al azadón del que se sentía esclavo.
Arrinconado, esperaba a que llegara el próximo año de cosecha para volver a romper espaldas y tierra.
Afuera, medio asomada al portón, quedaba la dehesa y la colección de encinas que se le iban agostando.
Sobre ella, la calor pringosa y omnipresente que no dejaba piel sin lamer ni esquina en tregua.
Y el labrador, harto, pensó en calzar las albarcas y guiar la maleta lejos de su propia miseria.
Padre alzó la vista aunque ya no viera.
Y el hijo supo que nunca encontraría valor para dejarlo solo y a su suerte con la que le cayera.
- ¿Dónde marchas?.
El labrador tan solo supo acariciarle la media barba y volver a su sitio, sometido al dominio de la azada.
Bucardo
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