
El amanecer del último día
Al amanecer de su último día, Don Tomás se levantó del lecho y, después de desayunarse un tazón de leche ahogado en pan duro, marchó a disfrutar de un paseo digestivo.
Al amanecer de su último día, Don Tomás cerró la puerta de su casa, una de esas con doble hoja y llave de hierro colado, con la aldaba en forma de inmenso manubrio negro que agradaba tanto al dueño como escandalizaba a la beatitud del pueblo.
Al amanecer de su último día, Don Tomás se encaminó calle abajo, opuesta a la que marchaba hacia arriba y que eran únicas en un pueblo de únicos, dejándose llevar por la vencida que iba a morir frente a la casa de Doña Irene.
Allí llamó al timbre y esperó.
- Enseguida voy – escuchó decir al otro lado.
- Deprisa amor – respondió – No olvides que hoy es nuestro último día.
Salió enlutada y ojerosa, pero fresca, agradeciendo la ayuda que el caballeroso Don Tomás le prestaba a la hora de cerrar un portón que dos de cada tres veces se desencajaba.
Al amanecer de su último día, Don Tomás y Doña Irene, caminaron, juntos y aun temerosos de rozarse las manos, los pies en alpargata, y la dirección puesta allí donde se alzaba la iglesia.
En la iglesia no había aldaba ni timbre y su puerta, siempre abierta, daba a una sola nave que daba la alarma con el eco de los pasos que pisaban su tarima.
Antes de llegar a la sacristía, por decoro, Don Tomás carraspeó para no pillar al mosen en cualquier impostura y al poco lo vieron aparecer, con la chaqueta raída y los pantalones de pana, el nuevo uniforme desde que le quitaron la obligación de calzar levita y sotana.
Y así, al amanecer de su último día, Don Tomás casó con Doña Irene, ya encanecidos y achacosos, rico uno, pobre ella, cumpliendo a deshora el deseo que de mozos, otros, les habían negado.
- Vamos a la cama – le dijo el apenas los bendijeron.
- Pero….¿a nuestra edad? – desconfió ella.
- ¡Claro mujer!....hoy es el anochecer de nuestro primer día.
Bucardo