sábado, 30 de junio de 2007

La Verdad de las Sirenas


La Verdad de las Sirenas

Los antiguos griegos creían que más allá del confín del mundo, cerca de donde el gran mar se despeña en una catarata colosal cuyo fin nadie es capaz de atisbar, allá donde el alma se encoge contemplando las aguas más negras y temibles, habitaba el más maligno de los seres…….la sirena.
Todo aquel marino demasiado temerario como para desear adentrarse en aquellas aguas o demasiado desorientado como para dejar que la corriente lo arrastra hasta ellas, estaba condenado sin remedio, a perecer en una muerte dulce.
Por eso los modestos pueblos pescadores, los grandes comerciantes fenicios, cretenses o etruscos, sabían que si una de sus naves no lograba echar el ancla en algún puerto seguro, era porque su tripulación pertenecía ahora al mar y que sus cuerpos eran pasto de las voraces criaturas marinas.
El reino de los acantilados donde moraban las sirenas era el último lugar que sus ojos verían.
En el nadaban curiosas criaturas jamás vistas por el ojo humano, horribles monstruos de fauces tan descomunales que podían devorar de su solo bocado a una nao y toda su tripulación, dioses caprichosos, dioses crueles y todo aquello que tiempo atrás, los hombres apartaron de su memoria.
Sin embargo, entre todos ellos, con diferencia, eran las sirenas o mejor dicho su canto, lo más temido por los rudos hombres de la mar.
Porque tras semanas soportando la dureza del océano, ellas sabían bien que era lo que más deseaba la entrepierna de aquellos varones y sus cantos dulces y melodiosos eran la promesa de saciar el apetito que arrastraban, llevándolos a olvidar la precaución que nunca se debe olvidar frente el mar, pereciendo ahogados....dulcemente entre los brazos de tan endiablados seres.
No morían sometidos, con el horror dibujado en sus rostros, conscientes de su último momento, sino con la sonrisa embelesada por el canto falso que los había embaucado.
Pero lo que los griegos en tiempos del gran Pericles jamás contaron, tal vez porque nadie llegó nunca a descubrirlo, es que las sirenas eran seres afables con aquellos que compartían la aguas junto a ellas y que poseían la extraña magia de convertir su cola en piernas cuando deseaban caminar sobre tierra y las piernas en cola cuando añoraban zambullirse en el mar que las viera nacer.
Viviendo escondidas entre las mismas rocas donde se pudrían los restos de las naves que ellas atrajeron a su fatal destino, tomaban el sol conversando largas horas entre ellas o con los delfines, saludaban el chorro de agua con que las orcas les daban los buenos días y competían con los pingüinos por ver quien era capaz de nadar más profundo.
Pero siempre lo hacían con la mirada oteando el horizonte en busca de una nueva presa.
Todas eran hermanas, todas brazo con brazo se ayudaban y todas sabían con certeza cuando a una de ellas claudicaba ante la melancolía y buscaba la soledad como único consuelo.
Dane, la más joven sirena, ya no se divertía entre las olas ni jugaba al escondite con las rayas, ni conversaba con las focas ni se dejaba acariciar por los espesos bancos de sardinas ni siquiera ofrecía su cariño al triste ojo de las ballenas.
Dane pasaba casi todo su tiempo sentada en la roca más solitaria, aquella a la que muy pocas de ellas iban porque era el territorio del gran jaquetón blanco.
Los tiburones amaban a las sirenas tanto o más que los demás seres del océano pero como buenos escualos, eran casi ciegos y obcecados a la hora de arremeter contra sus presas y ya se había dado el caso de un mordisco errado seguido por un millón de disculpas.
No, los tiburones no preocupaban a Dane porque uno de ellos que la vio triste sobre el acantilado, le explicó como evitar sus terribles mandíbulas……”nada por debajo de nosotros y acaricia nuestra panza. Nos quedamos tan dormidos que podrías arrancarnos el más valioso de nuestros dientes y ni siquiera lo sentiríamos”.
- ¿Qué te pasa Dane?.
La reina de las sirenas, cuyas escamas tenían más de cinco mil años, era discreta y sensible, capaz de percibir el peligro o el dolor mucho antes de que ambos llegaran, capaz de poner paz y orden con solo una mirada dura o amable, capaz de acercarse sin ser percibida…
Ella había padecido y sufrido como ninguna de sus hijas...ella también había buscado refugio en la roca de los tiburones...intuyendo porque el corazón de su súbdita no latía como el de las demás sirenas.
- Pienso en el último – respondió.
- ¿En el último?. No logro comprenderte.
- El último humano que arrastre a las profundidades para que pereciera.
- Ah……ahora si que te comprendo.
- Cuando dejé de cantar…….cuando el hechizo se borró de sus ojos y comprendió que sus pulmones se quedaban sin aire y su cuerpo sin vida…..
- ¿Le miraste a los ojos?.
- Si – reconoció.
- Siendo todavía unas crías os dije mil veces que jamás lo hicierais.
- ¡Pero también nos decías que no tenían alma, que no sufrían……pero ese hombre padecía por algo, por alguien, luchaba por vivir!. ¿Quién era mi señora? ¿Quién era?.
- Era por su familia Dane. Por su mujer, por sus padres, tal vez incluso por sus hijos.
- ¿Todos tienen…….familia?.
- Si.
- ¿Y aun con todo los matamos, los dejamos huérfanos, viudas?.
- Más tarde o más temprano, todas las sirenas terminamos por descubrir la verdad. Yo lo hice hace siglos, cuando los hombres eran mucho menos numerosos. Nosotras no matamos por el placer del sufrimiento ajeno, no lo hacemos porque gocemos con nuestra crueldad.
- Entonces…..¿por que tengo la conciencia manchada con el estertor de sus almas?.
- Sígueme. Sígueme porque solo con palabras no comprenderás lo que pretendo explicarte.
Y aunque se dibujaba amenazadora sobre las olas la silueta amenazante de los tiburones a la caza de focas, pasaron entre ellos acariciando su tripa con la cola, dejándolos tan hipnotizados e indefensos que las focas se burlaban de ellos sacándoles la lengua delante de sus enormes fauces.
Atravesaron las rocas, los quebrados golpeados con brutalidad por el mar, salvaron la gran catarata y después de mucho nadar, arribaron a una enorme isla, tan enorme, que Dane fue incapaz de abarcarla con la vista.
Al llegar a la arena hicieron de su cola piernas mientras contemplaban como un ejército de tortugas llegaban hasta ellas, acariciándolas con sus aletas, para desovar mientras los cangrejos las saludaban con sus ganchudas pinzas y las chillonas gaviotas se lanzaban en picado al agua en busca de algún pececillo despistado.
Se adentraron en la espesura del bosque, donde un oso perezoso les indicó la mejor senda para llegar a la montaña y un Okapi se ofreció a hacer de guía dado que el lugar era tan cambiante que ni siquiera la reina de las sirenas era capaz de recordar por donde había ascendido la última vez.
Cuando llegaron a la cima, un paisaje abierto y generoso las saludó.
Por encima del bosque, enormes montañas nevadas se extendían a lo lejos mientras que un caudaloso río se despeñaba estruendosamente al mar uniendo dulce con salado. Las grullas volaban a miles en perfectas formaciones rumbo al sur y bajo ellas, la selva era tan espesa que sus criaturas se llamaban a gritos para poder localizarse y así, el silencio era algo imposible y la variedad de cantos, trinos, rugidos, balidos y arrullos era tal, que la joven sirena fue incapaz de distinguir cuantos animales salvajes poblaban aquel lugar.
- Esto…..esto es el paraíso – dijo Dane.
- Esto……esto es la Atlántida.
- Pero…..¿como es que jamás había estado aquí?.
- Debía llegar el momento hija mía, el momento de conocer la mitad de la verdad.
- ¿La mitad?.
- Si. La otra mitad, deberás conocerla tu sola.
Era el tiempo de las grandes migraciones y la reina sirena rogó a las ballenas azules, el más grande de los seres que poblaban el océano, que acompañaran a Dane en su viaje.
A ella le dio miedo cuando recibió la orden real de partir rumbo al este pero las ballenas eran grandes compañeras de viaje, cargadas de anécdotas y bromistas, pacientes cuando ella se quedaba rezagada y cariñosas cuando sentían que la tristeza y la añoranza hacia sus hermanas se apoderaba de ella.
Y así, tras un largo mes de viaje, de día en lo más profundo del mar, viendo como los barcos pasaban sobre ellas y esquivando ágilmente las redes y de noche contemplando el cielo estrellado, divisó por primera vez tierra y dejó que sus piernas brotaran de nuevo al arribar a sus playas.
Se adentró por una vereda y al ver luces a lo lejos, decidió acercarse hacia lo que era un pequeño poblado.
Pero al adentrarse entre las cabañas y casas de terracota, sintió que todos los ojos humanos la contemplaban, algunos sorprendidos, posando la mano sobre su boca, las mujeres metiendo a los niños en casa y los hombres moviendo la mirada lasciva de arriba abajo sobre ella, pues la sirena no se había dado cuenta que si los humanos no tenía pechos ni trasero era porque lo cubrían con miserables ropas mientras que ella caminaba desnuda por la empolvada calle.
Aquella fue la primera vez que la vergüenza acometió contra ella a causa de su indefenso cuerpo. Y al correr tratando de encontrar refugio tras una esquina, las manos de uno de esos peludos la agarró, la tumbó en el suelo y comenzó a lamerla de arriba abajo, llamándola cosas que ella jamás había escuchado, tratando de abrir sus piernas donde ella sentí un miembro enhiesto y amenazante.
Aquella fue la primera vez que sintió el asco atenazando sus venas y el odio dominando sus manos de tal manera que de un empentón se zafó de el y al huir sin destino robó un vestido que colgaba al viento secándose pues así creyó estar a salvo.
Corrió, corrió y corrió hasta que agotada llego a la cima de una colina reseca y gris, donde ni un triste matojo podría dar sombra cuando el sol asomara, donde no se escuchaba el piar de los pájaros y donde tan solo los escorpiones malvivían atemorizados bajo las piedras.
Y desde allí vio un mundo esteril, donde los pocos arroyos que discurrían por ella estaban embarrados, olían fétidamente y arrastraban aguas negras sobre las que los hombres defecaban para después beber, enfermar....morir.
Vio un mundo agonizante, donde no había esperanza ni perezosos, ni okapis y las tortugas eran descuartizadas y devoradas antes de que pudieran poner sus huevos.
Vio un mundo donde los hombres afilaban sus espadas y se calaban el casco sobre las sienes para degollarse entre ellos sin piedad, sin consideración hacia ningún anciano, mujer o niño arrasándolo todo bajo su marcial paso.
Aterrorizada trató de buscar refugio retornando al mar pero en el camino se topó de nuevo con el hombre baboso, enrabietado por no haberse podido imponer, pero entonces con una fuerza animal que ella jamás concibiera poseer, lo derrumbó y rendida por la maldad que la rodeaba, lo mató golpeándole la cabeza con sus propias manos, sintiendo por primera vez el color y el sabor de su sangre.
Abrazada por el océano, regresó al reino de las sirenas llorando lágrimas que se depositaban agrandando todavía más el inmenso mar, sin abrir la boca a pesar de que todas las noches, las ballenas cantaban en torno suyo hasta que el agotamiento la vencía y se quedaba dormida.
Durante unos días continuó rehuyendo la compañía de sus hermanas.
En lo alto del peñasco, profundamente triste, ni siquiera las piruetas que le regalaban los alcatraces ni la decisión que tomaron los tiburones de ir a cazar a otro sitio para no molestarla, lograron que volviera a sonreír.
- Ahora ya lo sabes – saludó la reina a la que, nuevamente, no había vuelto a sentir acercarse – Hubo un tiempo....un tiempo que ni siquiera yo recuerdo, otro mundo exactamente igual a la Atlántida. Era la tierra de los hombres que contemplaste. En aquellos milenios, ellos vivían condenados por su avaricia en el oscuro Averno. Pero una de nosotras, demasiado bondadosa o demasiado inocente, tuvo piedad de ellos y perdonó la vida a uno de ellos que regresó al hogar contando la historia de la isla paraíso rebosante de riquezas. Pronto otros le siguieron, tan numerosos y con tantas armas en su cinto que nos fue imposible detenerlos a la entrada de las cataratas de saliente. Así fue como la antigua Atlántida sucumbió bajo sus garras. Así es como nos retiramos aquí y desde entonces protegemos cada criatura de la isla matando sin piedad a los hombres que la ambicionan.
- Es cruel – respondió Dane con los ojos llorosos e idos.
- No estás en este peñasco…..lo siento así. ¿Te ocurre algo más?.
- No señora.
Y lanzándose al mar ambas atendieron a la llamada de una hermana que atisbaba ya una nueva nave en el horizonte.
Mientras entonaban su mortal canto y el timón del barco viraba rumbo a su final, Dane quiso arrancarse las entrañas por haber mentido a su majestad…. Dane lamentó haber traicionado a sus hermanas, a las ballenas, los tiburones y los Okapis pues el marinero que meses atrás su canto iba a arrastrar a la muerte, había obtenido la clemencia que sus ojos suplicaron…….y la Atlántida tenía sus días contados.


Bucardo


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1 comentario:

TOM dijo...

Muy buena historia, como ninguna otra. Parece tan real que incluso es fácil imaginar y sentir todo lo leído anteriormente.

Felicito a quien escribió la historia y espero leer muchas otras como esta.