viernes, 29 de junio de 2007

El Cristalero del Dux


El Cristalero del Dux

Existió una vez un cristalero veneciano cuya habilidad era tal y su buen nombre tan respetado, que el Dux, receloso de todas las joyas que se pulían en su ciudad, lo mandó llamar para que trabajara en exclusiva entre las catacumbas de su Palacio.
Así, durante años, desde su lozanía hasta su ancianidad, el cristalero trabajó sin llegar a ver jamás mayor luz que la del fogón donde derretía y daba forma a sus portentosas creaciones y el sol era para el, poco más que lo la estampa teñida que veía en los cuadros que colgaban de alguna de las galerías abandonadas por donde solía pasear en sus pocos ratos de asueto.
Roído por la carcoma de su alma, el Dux guardaba con especial recelo el secreto de sus prodigiosos cristales y jamás autorizaba a ningún mortal, por poderoso que fuera, a bajar a sus subterráneos, bajo pena de ahorcamiento público en la Piazza y embargo de todas y cada una de sus propiedades, incluida la propia familia, a la que venderían en los mercados de esclavos.
Así el cristalero, trabajando de sol a sol, se entristecía pensando en como sería la vida fuera de aquellos muros donde todavía mozo fue enterrado en vida y deseaba más que nada en este mundo el tener a alguien al lado que no fuera su ayudante, un esclavo moro, mudo y eunuco y a los soldados que lo custodiaban comiera o durmiera, poco habladores, de gesto brusco y arisco, nada pensativos que de haber recibido la orden de romper y hacer mil pedazos todos y cada una de sus piezas, lo hubieran hecho sin cuestionar los tesoros que se perdían con ello.
De esta forma pasó el tiempo y una mañana el Dux en persona descendió hacia la hediondez de aquellas bodegas y habló así……

- Dentro de una luna el embajador de los turcos vendrá para negociar la paz. Quiero hacerle un regalo tan espléndido, tan excepcional que le demuestre el poder, la magia de Venecia ¿has comprendido cristalero?.
- Si mi señor.
- Mira de hacerlo bien cristalero, porque sino te cuelgo a ti y a los tuyos del poste más alto de la Piazza.
- Mi señor……yo no tengo familia ¿recuerda?.
- ¡Insolente bastardo! – insultó ofendido antes de enfundarse en su capa blanca y desaparecer por la enjuta puerta por donde había entrado.
Así, durante treinta largos días, el cristalero se afanó todavía más, sin tregua ni descanso, sin tiempo para comer o acicalarse, con el sudor acumulándose entre sus arrugas y el cansancio sobre sus huesos hasta que, el día de la recepción, sintió desde las tripas del palacio, el boato, la música, el griterío de la multitud que recibía al embajador del monarca más poderoso del Mediterráneo.
Después de los protocolarios saludos, de las exhibiciones de vestimentas y afeites, de los soldados pulcramente uniformados, los más marciales y amenazadores, de desfilar la legendaria flota veneciana ante los ojos del enviado turco, del banquete de sesenta platos cada cual más rimbombante, sabroso y elaborado que el anterior, de los caldos, licores y anises, de los saltimbanquis, bufones, artistas, del paseo entre los pasillos plagados hasta el techo con Tintorero, Rafael, Leonardo, Carppacio, Mantenga, Ucello, Boticelli, de las escultóricas copias de lo más clásico, tras comprobar en góndola la enorme riqueza que se atesoraba entre los nobles palacios del Gran Canal, asentados en el salón del Trono, el Dux recibió del Otomano una espada enteramente fundida en oro puro, con inscripciones en árabe donde se hablaba de amistada y fraternidad, un regalo regio y agradecido.
Fue entonces cuando el más veneciano de los venecianos ordenó traer el obsequio ideado por su cristalero.
Con enorme esfuerzo, los sirvientes trajeron un exagerado bulto recubierto con ricas y sedosas telas y cuando estas, rodeadas de la expectación del público, fueron descubiertas, apareció un espejo, liso, brillante y frío, enmarcado dentro de un borde rocambolesco, sobrecargado de volutas, angelotes alados y hojas de parra, todas ideadas en finas láminas de oro y jalonadas por piedras preciosas……..tan inusual regalo levantó miradas comprometidas, cuchicheos, creando una tensa atmósfera entre los invitados y provocando por un momento que el Dux deseara ordenar que se fuera preparando la horca a la medida del cuello del cristalero.

-¡Son unas piedras magníficas! – dijo el engreído embajador, acercándose al espejo.
Y en cuanto se ofreció a el y este reflejó su imagen, no apareció su oronda panza oculta tras los vestidos de lino oriental, ni su espada curvada con empuñadura de nacar ni su turbante saturado de perlas ni su acicalada barba perfumada……sino la de un hombre escuálido, vestido con los harapos más miserables, atrapado en una jaula de oro de donde intentaba desesperadamente escapar, con unos ojos negros profundos y suplicantes, cargados del terror más espantoso ante el alfanje enorme y afilado que se dibujaba por encima de su cabeza.
Toda la sala exhalo un grito de espanto, alguna mujeres se desmayaron sobre el mármol y no faltaron los hombres que, palideciendo, tuvieron que recurrir a todo su ánimo para evitar no acabar igual.
Frente a semejante prodigio, el Dux pensó que lo mejor sería irse preparando para la guerra contra los turcos.
Pero el embajador, absolutamente obnubilado por aquella visión, se acercó al instrumento creado por el cristalero y palpó su propia imagen, primero con temor y luego con compungida franqueza.
- Es lo más sincero que jamás me ha sido regalado.
Y dicho esto marchó a descansar a sus aposentos.

- ¡Traedme a ese loco!.
Apenas unos minutos más tarde los insensibles guardas del Dux arrojaron el escuálido cuerpo del anciano artesano ante los pies de su señor.
- ¡Te dije un regalo regio!…..¿que es esto?.
- Es un “espejo del alma” mi señor.
- ¿Y que demonios es un “espejo del alma”?
- Es el reflejo de nuestra propia verdad, la que jamás osamos a revelar por temor a las apariencias, a las debilidades, al dolor…….a nuestros propios miedos.
- ¿Crees que eso es un regalo digno de todo un embajador turco?.
- Me ordenasteis algo excepcional, único y……os lo he dado.
- Os acusaré de brujería cristalero porque esto – señalaba al espejo – esto es fruto de un pacto con Satán.
- No mi señor…….solo es la verdad que tanto tememos, que tanto ocultamos.
Aquella noche el pobre cristalero acabó con sus doloridos huesos en los calabozos palaciegos y el Dux enviando aquel peculiar presente al rincón más logrevo de su mansión.
Pero por la noche, bajo el baldaquino de su cama, entre sábanas de encaje, el Dux era incapaz de concebir el sueño……”espejo del alma”, “reflejo de nuestra propia verdad”.
Levantándose, ordenó a sus escoltas que lo dejaran solo y entró donde había ordenado guardar el malparado agasajo.
Allí se aproximó al espejo y volvió a retirar las telas que lo cubrían.
Y cuando contempló su imagen reflejada…..vio a un anciano decrépito y astillado, con su desnudo cuerpo recubierto de pústulas negras y sangrantes y la muerte tras el alzando su guadaña para dar el definitivo tajo sobre la frágil vida de aquel abuelo.
Gritó y gritó, corriendo desaforadamente por los claustros de palacio mientras sus guardias dudaban si debían o no socorrerle, hasta llegar a sus aposentos y encerrarse durante días con doble postigo y allí, acurrucado sobre el suelo, alejado de ventanas y miradas, deshizo los botones de su camisón para ver los primeros bulbos negros de la peste que lo habría de enviar a la tumba y que el mismo detectara semanas atrás.
Pensando que si no se veía no se sentía y si no se sentía no se padecía, ordenó arrojar el espejo a lo más profundo de la laguna veneciana.
Pero fue en vano.
Desde la misma noche en la que la creación del cristalero se hundió en las aguas del Gran Canal, la laguna se transformó en espejo y no el espejo en laguna…..y así, todos los venecianos que se asomaban a ella se espantaban al descubrirse a si mismos reflejados sobre las tintineantes aguas tal y como ellos jamás deseaban ser vistos en público……. …….a las damas de alta alcurnia les brotaban verrugas como setas en otoño, los sabios más estirados aparecían sentados en un pupitre con un burro por maestro y un alumno por tutor, los pintores más reputados daban capas de pintura blanca a las letrinas de la ciudad, los soldados más valientes portaban plumas de gallina clueca sobre su desnuda piel, los obispos más sermoneadores ronroneaban como gatitos en celo entre las piernas de las prostitutas más selectas de Italia, las abuelas de misa diaria acaparaban la herencia entre sus enaguas temerosas de que la muerte las sorprendiera sin acabar de contar la última moneda……….nadie se libraba de tal encantamiento y pronto la ciudad dio la espalda a la laguna y comenzó a dirigir las cloacas hacia ella, para emponzoñarla, adulterar su color y evitar que pudiera reflejar otra cosa que su propia fealdad.
Pero el espejo no fue creado para ser exclusivamente cruel, sino para mostrar la verdad…..fuera la que fuera.

Pasaron los siglos, el Dux murió de peste, el cristalero añorando la luz del sol y tras el todos los demás Dux y cristaleros hasta que Venecia dejó de ser temida por su fuerza y comenzó a ser admirada por su belleza y por sus cristales de Murano.
Hordas de turistas acudían cada año a navegar por sus canales, a visitar la dorada San Marcos, a dejarse perder entre sus callejones y arrugar la nariz ante la pestilencia que ocultaba la olvidada leyenda.
Pero lo que bien sabían los venecianos es que, una vez al año, la laguna vuelve mágicamente a recuperar el poder de la verdad y de su auténtico color surgen las verdades siempre negadas…..es el día de Carnaval, cuando todos los habitantes de la vieja ciudad se disfrazan, portan lujosas máscaras para que el agua no pueda mostrarles lo que verdaderamente son y pasan el día bebiendo, bailando y tratando de apartar su pensamiento del Gran Canal.
Fue allí, entre la multitud, donde apareció ella…….pequeña, embutida hasta el cuello en dos pares de bufandas, tres abrigos, dos gorros, cuatro guantes, dos pantalones y seis calcetines…..solo sus ojos, sus maravillosos ojos claros se veían en la distancia gris de la neblina veneciana.
Nadie la miraba, nadie le pedía disculpas cuando la empujaban o pisaban, nadie atendía a sus suplicantes miradas, pero aun a trompicones, consiguió llegar al solitario puente de Rialto, donde en tiempos del Dux las cortesanas saludaban a sus enjoyados clientes y subirse a su lomo poniendo los brazos en cruz.
“Separarse por fin…..del traje humano” - pensó.
Pero al descender la mirada, dispuesta a zambullirse en la muerte, lo que vio no fue su tumba, sino a ella misma, sin dos pares de bufandas, tres abrigos, dos gorros, cuatro guantes, dos pantalones y seis calcetines……desnuda en lo alto de una montaña fría y hostil, sobre el mar de nubes, rodeada de una nieve que no la quemaba y un viento que no la congelaba.
Entonces brotó el sol desde el este y sus rayos, poco a poco, con una delicadeza suave y femenina, se dejaron sentir sobre su piel, abrazándola hasta ahogarla en su luz, fundiendo la nieve, susurrándole al oído lo hermosa que era….
- Pero si soy fea, si soy un monstr….
El sol la besó para callarla.
- Y yo te quiero.


Bucardo


El Cristalero del Dux recibió el Primer Premio en el II Concurso de Cuentos de la Villa de Cifuentes en el 2006.
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