sábado, 23 de junio de 2007

El Ultimo Mayoral


El Último Mayoral

- ¡Abuelo, que hay que modernizarse!.
Apenado, sintiendo como el trasero se le iba poco a poco enfriando sobre el malecón que lindaba con la entrada de su borda, al abuelo no le costaba demasiado esfuerzo, el reconocer en sus nietos a dos auténticos gilipollas.
Había decidido quedarse allí aunque cayeran chuzos de punta, aunque los rayos le chamuscaran el rabo de la boina, el tiempo que hiciera falta, hasta que la última de sus vacas salvara la rampa que la llevaría al camión y de el a un viaje valle abajo, al llano, sin billete de vuelta.
!Que menos el despedirse de ellas!....hacerlas el recuento por postrera vez mirándoles fijamente a sus ojos llorosos, repitiéndose para los adentros, una y otra vez, que si lagrimeaban era por tener la retina demasiado grande y no el alma encogida por la despedida.
Y ellas, sabedoras e ignorantes, no hacían más que preguntarle......¿adonde vamos?, ¿que van a hacer con nosotras?....pero el solo podía hacer sombra con la boina sobre su mirada para que no pudieran descubrirle las verdades, sin valor para confesarles……..mañana a primera hora, su carne sería guisado y sus huesos abono de huerta mustia.
Estaba la fura, negra como careto de fogonero, desde chiquita con rancia paciencia para soportar impertinencias, con esa mala virgen que tanto tentaba a los más zagales cuando salían a con los pies por delante de la escuela para empeñarse en provocarla, sabiendo que no aguantaba ni media y enseguida los encorría calle abajo con la chiquillería gritando, intentado encontrar cobijo tras algún portón o encima de los muros de alguna huerta.
Era su favorita. Fura o no, si era el quien asomaba la calva, se acercaba tan sumisa como rebelde a lamerle la mano, conocedora la muy jodida, que le aguardaba buen puñado de sal que ella apuraba mientras, dócilmente, se dejaba rascar la testuz.
Y la Clara, canela pura menos en el rabo, de un marrón negruzco y feo pero que desde moza le había parido los mejores terneros y soportaba su duro papel con un estoicismo que le recordaba al de su propia abuela, el día que los nacionales le entraron en la bodega y arramblaron con todo lo que les oliera a comida. Ahora era ya vaca vieja, con casi tantos partos entre las ubres como despedidas. Triste destino ver partir a sus becerros en cuanto tuvieran suficiente carne tierna entre las costillas para valer el dinero que por sus filetes se pagaba.
Ella sufría si, pero !cuatro estómagos tenía para rumiarse el desconsuelo!.
Subía ahora la parda con una mancha difusa, blanquecina, a horcajadas sobre ambos lomos. Por eso la llamó Boira, porque le semejaba una nube tratando de salvar la muga aupada por plena ventisca.
La pobre era la más acojonada. Tanto que en cuanto se la subía al monte, debían encerrarla de noche en algún blocao hasta que se calmara y cogiera confianza, pues el más mínimo indicio de que algún bicho anduviera cerca, fuera jabalí, raboso, lagartija u oso, la enloquecía de tal manera que para desesperación del abuelo, se volvía sobre sus pezuñas a la borda.
Y sin embargo ahora, extrañamente, con la cabeza gacha y sin resistencias, se metía en el camión, callada y sumisa, sin emitir un triste quejido.


“Supongo que se alegrará por dejar de pasar miedos” – pensó.


Luego le tocó el turno a la gris clara, casi tiza, coja perdida desde que se quebrara un hueso en medio de la calle mojada y a la que el se negó a sacrificar por eso de la querencia y haberle dado de tetar siendo ternera, ayudado por una guante de fregar con la punta del pulgar agujereada. Por eso se libraba de ir al monte en verano y permanecía siempre cerca de casa. Ella lo agradecía acompañándolo por los campos como si de perrito faldero se tratara, tratando de demostrarle que aun inválida y cojeando, era capaz sino de darle leche si de hacerle buena compañía.
Estaba la de cinco años que ese verano iba a quedarse preñada por primera vez pero que se quedaría para los restos sin conocer toro y la de cola corta, que se la comió el perro hijo de puta del vecino, al que el abuelo estampó en las costillas buena pedrada y ahora le ladra pero no se acerca porque cada vez que lo ve se acuerda del daño recibido.
Y la que solo tiene un cuerno porque el otro le crecía camino del ojo y tuvieron que cortárselo y la negra de cabeza blanca y el cencerro gabacho que casi se ahoga cuando la tormenta la sorprendió en mitad de una barranquera y a la que solo los buenos oficios y la bravura de “Lento” fueron capaces de sacarla del atolladero.
Sin duda “Lento” era el perro pastor más feo que jamás había ladrado en el Pirineo.
Sentado entre las piernas de su dueño, contemplaba inquieto la escena.
Durante doce años había aprendido a defender y dirigir el rebaño contra todo lo hostil, contra toda natura y sensatez.
Dentro de su canina memoria recordaría aquella noche de septiembre, noche en vela por culpa de la brisa del norte que le trajo el olor a oso que lo mantuvo desvelado y firme, aun sabiendo que si el bicho aparecía, debería morir para dar tiempo al abuelo a procurar refugio al rebaño.
Y aun con todo lo habría hecho sin miedo, encorajinado, aunque solo fuera porque en su agonía, con el cuerpo destrozado y los ojos quebrados por el dolor, tratando de retener el último aliento para lograr ver de nuevo al amo y preguntarle si lo había hecho bien, encontrara en el una mano que lo consolara, una mirada agradecida y una caricia tierna antes de rematarlo.
Pero en ese instante, frente al malecón, se sentía profundamente desconcertado.
Acostumbrado como estaba a interpretar cada gesto o silbido de su señor, cada movimiento de su barbilla, cada orden emitida con la boca o con los ojos, el rostro cerúleo del abuelo le parecía tan enigmático como una tumba corroída por la humedad y el musgo.
Desalentado, trató de llamar su atención, tocando con el hocico su muslo.
Agradecido, el abuelo puso su mano sobre la cabeza de “Lento”, rascándole allí donde el sabía que se tranquilizaba.


- Tranquilo bicho, que tú te quedarás conmigo para verme morir.


El pagador cumplió su oficio, soltando los cuatro malos duros acordados.
Luego, despidiéndose brazo en alto, sin palabra alguna, subió al camión, un viejo Pegaso desvencijado, oxidado por los costados, al que le costaba comprender cuando debía arrancar y cuando no.
Haría cosa de un mes que, hartos de trabajar como peones, levantando un chalet tras otro, decidieron sin consultas que ellos tenían derecho a pisar más fuerte, que la borda andaba desperdiciada, que las vacas, los abrevaderos, el fiemo, las pacas, horcas y aperos, que “Lento” y el abuelo eran cosa del pasado, forzada a ser superada pues les urgía la cuadra para reconvertirla en restaurante, para mutar la hierba a las vacas por el chuletón al turista.
Si, podrían haberlo hecho de otra forma....abrir la puerta del banco, donde toda sonrisa dura lo que se tarda en echar la firma, haber pedido unos reales y con ellos construirse uno nuevo y moderno en el huerto, que llevaba ocho años sin cultivarse, los mismos que la abuela llevaba bajo tierra.
Pero la juventud tenía prisa por respirar, por quemar herencias sin aportar las suyas, por privar a los venideros de todo aquello que ellos habían recibido de sus ancestros.
Una hipoteca era matarse a trabajar.
No, querían las cuentas llenas y toda la vida para esquilmarlas.
Cuarenta y dos años tenía el abuelo cuando abrió pisó por primera vez los pulidos suelos de un banco y fue para depositar mil doscientas cincuenta y cinco pesetas.
Todos sus ahorros.
Nunca tuvo un coche, nunca supo lo que era un gramófono o una radio y odiaba con toda su bilis la televisión que robaba a iguales tiempo y sesera.
El abuelo dijo no.
Era de esperar.
Pero como el alcalde dijo si y a ese lo mismo le daba hacer uno que quinientos siempre que su mano recibiera parte, no le quedaron mayores que tragarse el orgullo y descubrir en la sonrisa de sus nietos la satisfacción del insulso.
El alcalde tenía una casa de tres pisos con jardín y piscina, dos coches, riego a aspersión, un divorcio, un perro diminuto con lacito sujetándole las orejas, unas manos pulidas con eso de la manicura, un cuadro cubista sobre el comedor, una fuente hortera, una barbacoa de granito, un quad, tres cotorras tropicales y hasta una moza rumana de pechos descomunales y pelo rizado, que le fregaba el suelo, le cocía las lentejas, le mantenía el suelo fregado, la ropa planchada y la cama caliente.
Pero todos sabían que había nacido en una casa de cabreros sin retrete y que cuando aprendió a leer y escribir de corrido, ya lo habían licenciado en el ejército.
Al abuelo no le dieron tiempo ni para eso.
Cuando apenas se había acostumbrado a la regla incrustada en los nudillos, el bisabuelo de estos gilipollas, le sacó de la escuela, le puso el cayado en las manos y se lo dejó al cuidado de Pascual, el mayoral, que durante muchos años le fue enseñando los entresijos del negocio.
Aprender que cañada estaba en mejores condiciones, cuando iba a soplar la gabacha, que nube cargaba más agua, en que momento la hierba estaba en condiciones de ser pastada, si una vaca sufría de flatulencias o estaba receptiva al toro, como había que meter la mano por el culo para enderezar el ternero y que no saliera doblado, que noches prefería el jabalí para “esfuricar” los campos y echarlos a perder, que perro era listo y cual solo servía para ladrar sin tiento, en que lugar era mejor levantar una mallata, cuales eran las mejores ferias, que tratantes eran de fiar y cuales gitanos de mal agüero, quien contrabandeaba a través de la frontera, como hacer migas pastoriles, que ibón indicaba el agua que le restaba antes de las lluvias de otoño, a hablar francés, a recoger las mejores setas de septiembre, a preparar un caldo con cuatro hierbas insípidas y que sin embargo curaban las indigestiones, el estreñimiento o la vejiga de mal vaciado…….
Toda la juventud rebañada en el monte, desde finales de junio hasta que las heladas teñían los valles de blanco cenizo, breando porque no se despeñara el rebaño, sintiendo las punzadas del hambre cuando una barranquera crecía y arrastraba con ella a la mula con las vituallas, recibiendo con indiferencia la muerte de su padre pues bien sabía que no iba a poder acudir al entierro en plena época de partos, viendo desde lo lejos, como los últimos lobos de Ordesa se dejaban tragar por la neblina para no volver jamás.
Ahora decían que se dejaban sentir de nuevo……pero ya no quedaban ovejas ni pastores para temerlos.
El año que nació, los lobos pululaban por todo el valle y la escasa docena de casas con el fogaril, aparecían apretadas como intentando darse calor y ánimos, temerosas del bosque espeso, de la montaña hostil que las rodeaba.
Eran los tiempos de las bordas repletas, del olor a femera por las calles, de los corrales a rebosar y los huertos bien sembrados….porque cada tejado se daba cobijo y alimento a los casados, a cinco o seis hijos, a los abuelos, a las solteronas y los tiones y a algún que otro inválido de esos que siempre existen en todas las familias y uno no sabe muy bien que oficio darles para que no se mueran de hambre.
Ahora ya no se escuchaban mugidos en mitad de la noche, ni existían cuadras entre casa y casa para aprovechar en invierno el calor que emanaba de los bichos.
Su sola presencia atemorizada, su olor molestaba a la pituitaria snob de los turistas, incapaces de poner la huella de sus botas de diseño en idéntica piedra que una pezuña, acobardados cuando tienen que cruzarse con un animal más grande que el canario de su tía o las palomas mendigantes de las plazas públicas.
Ahora toca una casa por cada pareja, lo que a algunos hace frotarse las manos, a la hermana soltera se la visita una vez al mes, a los inválidos caridad y a los abuelos…….mientras cobren jubilación se les encuentra buen uso aunque si se mean en la cama, si la diabetes los deja ciegos o si hay que pasarle por la Braun la comida para que puedan tragarla, una residencia que son dos días lo que les queda.
Así actúan los hijos, mientras los nietos toman nota....y esperan su turno.
El abuelo terminaría por morirse, olvidándose para siempre sus historias de otros tiempos.
Tiempos en los que no se malgastaba el dinero en juergas nocturnas, invitando como si la fuente de donde fluye jamás fuera a agotarse. Tiempos en los que las casas apenas daba para cuatro trapos y muebles no para armarios repletos de ropa candidata a criar polillas, hipotecándose sin miramiento hasta para irse de vacaciones.
El solo salió una vez del pueblo.
Una vez en noventa y un años.
Y esa única vez se pasó el rato con el cuerpo pegado a la tierra, sin poder ver nada más allá que los ojos de otro tan recluta como el, meándose en los pantalones porque a poco que asomaras la cabeza te la volaban los rojos del otro lado.
Fue en Teruel donde el frío calaba de tan mala traza, que a los muertos no había forma de enterrarlos, pues la tierra era hormigón armado y había que quemarlos sin que la gasolina pudiera hacer mucho más que chamuscarlos.
Agradeció cuando a comienzos de la primavera lo mandaron al frente de Castellón.
No le hubiera gustado estar en la ciudad de los amantes para cuando el calor convirtieran los restos cenizos de aquellos cadáveres en una masa informe y hedionda.
No, ellos jamás habían padecido algo así.
Ellos fueron paridos con el plato repleto sobre la mesa, el radiador bien templado, creciendo sin pasar angustias, ni penas, ni rigores, ni carestías por culpa de la jodida hambre.
El futuro les vino labrado antes siquiera de que aprendieran a caminar sobre sus dos piernas.
Ese futuro que le pagaron las vacas, las mismas que ahora marchaban valle abajo, camino del plato de algún zaragozano sibarita.
¡Que pena, que desperdicio!.
Fue hace ya casi veinte años cuando la nueva especie asomó del sur.
Como vaca de toda la vida, ascendía en verano y regresaba al llano en invierno pero esta no pacía hierba, no rumiaba, no dormitaba de pie bajo el cielo estrellado de agosto.
La nueva vaca era raza delicada que exigía ver su hígado acariciado por los mejores caldos, que a su estómago solo lo visitaran las viandas más elaboradas y que su habitación brindara televisión de plasma, teléfono, conexión wi.fi sin cable, ordenador portátil, jacuzzi individualizado, despertador con hilo musical, aire acondicionado automático, calefacción, salón privado completamente decorado, secador de pelo, bidé, agua caliente, templada, fría y congelada, columna hidromasaje, servicio 24 horas, caja fuerte aunque…….eso si, ofrecido todo ello en un ambiente rural, pueblerino, paleto, que le hiciera pensar en lo exclusivo que se siente al ser despertado por un gallo mientras sacude duro a las botellas del minibar cómodamente sentado sobre un sillón con tapicería de cuero.
Era turista de cartera más o menos repleta pero dispuesta a ser acariciada y abrirse sin excesivo esfuerzo.
No, el futuro no pasaba por acarrear fiemo de la cuadra, ni limpiar con desinfectante las ubres de la vaca……..eso era cosa de sociedades retrasadas.
El futuro suponía sonreír burlonamente y respirar hondo cuando una señora malcarada y fea te llamaba “inútil” pues su habitación carecía de vistas al amanecer, el futuro era cambiar borda por hotel, tasca por restaurante de lujo, pueblo por urbanizaciones, campos verdes por mares de alquitrán para que durante quince días al año no hubiera coches mal aparcados y los otros trescientos cincuenta quedara un mar de petróleo con sus pinturas de guerra blancas pero eso si, púlcramente ordenadas.


- ¡Abuelo, ya verá como nos queda el restaurante!. ¡No vea como va a presumir tomando unos vinos con los amigos!.


“Yo no bebo imbécil – pensó – Y todos mis amigos me esperan en el camposanto”.
Al último, Nicolás de Casa Cadena, lo enterró cuatro meses atrás.
De pequeños, ambos solían colarse entre los manzanos ajenos para birlar una o dos piezas y correr luego antes que el perro del dueño los descubriera.
Pero infelices de ellos, no podían escabullirse durante demasiado tiempo pues con las prisas, las agarraban siempre tan verdes, que luego se quedaban dos o tres días en cama con unas indigestiones de caballo.
Nicolás fue su gran amigo de la infancia.
Grande no por su tamaño porque a los catorce años dejó de crecer y ya no tuvieron que comprarle más pantalones, sino por su corazón generoso y abierto, por esa enorme bondad que exhibió casi hasta expirar.
Era trampero, el último que sobrevivió en el valle hasta que los lazos se prohibieron y los bichos vivos se apreciaban más que sus pieles en los escaparates de alguna boutique elitista.
Cuando vino el ICONA, no tardó mucho en averiguar a que se dedicaba Nicolás y por eso terminó por ponerlo de guarda porque ya se sabe…..roba menos el ladrón que ya sabe como hacerlo.
Si no hubiera sido por el, si no conociera el monte como el cuerpo de la mujer propia, si no se hubiera quedado noches enteras tras un matojo, arma entre las piernas en espera de ver aparecer a algún furtivo, hoy no quedarían osos en el monte, ni quebrantahuesos en los cielos.
Dicen que Nicolás se murió de viejo pero no era verdad.
Hacía ya dos años que su bondad se disipó por el insomnio al que le forzaron.
Insomnio ajeno al pueblo, importado por un foráneo que decidió construir una discoteca pegada a su centenaria casa.
En el pueblo no había normas contra ruidos ni molestias, ni multas que las hicieran cumplir, por eso le salió más barato al hombre, levantar cuatro ladrillos con purpurina y dar trabajo a tres o cuatro del valle, jóvenes y a ser posible de buen ver, que atrajeran clientela más con su sonrisa que por el garrafón con que los emponzoñaba.
Durante quinientas dieciséis noches, la música hacía retumbar el colchón de viudo Nicolás, los borrachos llenaban su portal de vómitos y orines y las parejas se saciaban sin rubor bajo la ventana donde el dormitaba.
Nonagenario y agotado, pidió al alcalde que pusiera fin a aquel desmán……


- La juventud lo pide Nicolás – le respondió – Son los tiempos modernos.


El alcalde era un gilipollas, como sus nietos, como los desagradecidos nietos de todas y cada una de las casas del pueblo.
En el entierro nadie le lloró.
Nicolás no tuvo hijos, ni hermanos, quedó solo con sus recuerdos, con la medalla que le dieron en el Ministerio al llegar a los sesenta y cinco y la enorme foto de un oso, el mismo que una vez, antes de lo del ICONA, el tuviera encajado durante un largo minuto en la mirilla de su fusil y fue incapaz de abatir porque mirándole cara a cara, directamente a los ojos de aquel animal de 300 kilos, le pareció sentir como le suplicaba por su vida.


-Era como si me lo hubieses pedido tú – explicó al amigo.


Entre los asistentes al funeral, solo su viejo amigo sintió temblar el gaznate cuando arrojo un puñado de tierra sobre el ataúd.
Y ahora lo enterraban a el en vida, al último mayoral, contemplando humillado como a su rebaño, se lo llevaban embutido en aquel camión destartalado, marchando renqueante calle abajo para unirse a la carretera.
A lo lejos, cuando ya se perdía en la inmensidad del valle el sonido lastimero del motor, una de las vacas, tal vez la negra que por carácter era demasiado orgullosa como para aceptar aquello por las mansas, mugió alto y fuerte, sacudiendo la conciencia del pueblo. Seguro que el matarife tendría que sudarlas bien sudadas hasta conseguir darle el tajo.
Ya no pudo más.
Irguiéndose, a trote lento, puso la boina en dirección al mirador, por primera vez más ayudado que acompañado por su cayado.
Desde el Vecinal se divisaban los prados que rodeaban el pueblo…..verdes en su mocedad, amarillos en verano y en invierno, moteado por las reses que soportaban el frío estabuladas y a las que cuando las dejaban salir unas horas, se dedicaban a violar el manto blanco con sus heces o escarbando en un desesperado intento por encontrar algo de hierba fresca, hartas como estaban de aquella inacabable dieta a base de paja reseca.
Reseca como lo estaba el.
Reseca como el alma de sus nietos de todo aquel en el pueblo que ahora disfrutaba empalagándose con las mieles del turismo, cegados por el dinero que los cubría, que les ocultaba el camino sin dejarles ver todo a lo que habían renunciado por darle gusto a la avaricia…..a sus montes, a sus piedras, a su sentido, su pasado……su belleza.
Si, puede que el estuviera reseco pero solo en la fachada, en su piel ajada y arrugada, su pelo pajizo y escaso, sus manos temblorosas o sus ropas raídas, herencia de otra época.
Pero su corazón brotaba verde como retoño de haya pues solo el había sido fiel al pueblo que lo viera palpitar por primera vez y al que sentía como auténtico.
Todos los demás vendieron el pellejo y su ser, sus ancestros y venideros, cada rincón parcelado del lugar a los hombres trajeados, los mismos que vinieron con maletines repletos de dinero con el que se justificaban proyectos injustificables y que enmudecían a aquellos que deseaban preguntarles….¿Por que?, ¿Para que? ¿Hasta donde?.........
Seguro que los idiotas de sus nietos no lo sabían.
Pero el si.
El pueblo, cada una de sus chamineras, cada portal, huerto, tejado, retablo, aldaba, enlosado, escudo o inscripción, cada barranco, pastizal, pinar, jabalí o pedrusco, llevaba siglos alto y enhiesto, afrontando orgulloso una y mil guerras, uno y mil saqueos, incluyendo este, en el que las máquinas de asedio eran grúas y los cañones ricachones foráneos de puro al viento.
Si, esos ricachones, esos puros y los gilipollas de sus nietos, pasarían arrastrados como la maleza por el río crecido hasta que un día, décadas, siglos incluso más tarde, alguien sentado en el mismo sitio donde el lo estaba ahora, se preguntará que había antes debajo del alquitrán.
Y al levantarlo descubrirán un mundo verde, el mundo verde del que otros renegaron, renunciaron por satisfacer la gula del bolsillo y entonces, tan poco a poco como se destruyó, el pueblo volverá poco a poco a ser más puro, más real, más……más pueblo.
El no lo vería.
Para entonces su tumba sería tan solo un recuerdo, tal vez sacrificada bajo los cimientos de una nueva promoción.
Si el desarrollo, si ese desarrollo no respeta a los vivos, mal lo haría ante los muertos.
Pero le daba igual.
Su alma estaba ya fundida con el monte aunque su cuerpo se resistiera todavía a creerlo.
Y el monte es inmortal.
Allí desde lo alto lo vería.


Bucardo


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