domingo, 24 de junio de 2007

El Tributo del Demonio



El Tributo del Demonio

Uno siempre piensa que fue ayer, pero en realidad han pasado muchos años, puede que incluso más de veinte, desde que le preguntara al abuelo, si escondía en su memoria alguna historia de brujas de esas que en su mocedad sin tele ni radio el le hubiera escuchado a algún viejo mientras sofocaba fríos frente al fogaril de casa.
Y el, que no había cosa en este mundo para la que no encontrara respuesta, con su rostro severo aunque tierno, contándolo como si el tiempo careciera de importancia, reteniendo con sabia paciencia la lengua, lentamente, dejando que las ganas me fueran corroyendo por dentro, fue poco a poco desgranando la historia que ahora os cuento……….

Hubo en Torla un tiempo, en el que su destino era regido por el capricho de sus grandes familias infanzonas.
En esos siglos, las casas más fuertes, las más ricas y poderosas, solían confundir el interés propio con el de toda la comunidad y al resto de las familias, sobre todo las menos favorecidas, tan solo les quedaba el recurso de tragar la mala bilis y acatar lo que se les dictara desde cadiera ajena.
De entre todas las casas nobles que en su día tuvo el valle, que llegaron a ser muchas y cada una hija de su propio padre, los Lardiés, era sin duda la más añeja, la más temida y respetada de la villa.
Los Lardiés amasaron sus buenos reales construyendo puentes para cañadas y ganaron fama de tercos y bravos abriendo más cabezas que nadie en los campos de batalla del rey, su señor.
Tras siglos de cantera y espada, diez generaciones atrás, se dieron cuenta de que el empobrecido monasterio de San Basilio se estaba arruinando al mismo ritmo pero a la inversa que ellos prosperaban, por lo que sacaron del calcetín lo ahorrado, compraron el cenobio y sobre los huesos de los antiguos monjes, construyeron la enorme casona familiar cuya inmensa chimenea cónica apuntaba orgullosa al cielo.
La sabiduría popular, de esas frugales, parcas y amantes de la bruta sencillez….aunque sabiduría al fin y al cabo, se negó a dejar morir en el olvido al recuerdo de aquellos pobres y castos monjes por lo que comenzaron a tildar a todo Lardiés que se les cruzara por el camino como los de Casa Fraile.
Bien sensato eras temer y respetar a un Lardiés.
Entre los muros de su palacio, tras el amparo que dan las cruces en las esquinas y el blasón familiar como clave, que lo mismo servía para acoger al amigo o advertir al rival, su enorme influencia, herencia de centurias, les otorgaba el derecho a señalar con el dedo que camino que debían seguir todos los torlenses….gustaran o no con el trato.
Una tercera parte de los jornaleros de la villa trabajaba sus campos y huertos, en el concejo no había quien osara levantar la voz en contra del interés de la familia, la iglesia callaba ante las donaciones que la enriquecían, las ermitas y cofradías rebosaban de ornamentos, copones, casullas o retablos, los diezmos se pagaban puntualmente para que desde el púlpito se convenciera a los más disidentes de que aquello era normal y que cuanto más agacharan la cabeza en vida, más la podrían alzar ante las puertas de San Pedro, la mitad de las cañadas se desbrozaban con los dineros que salían de su inagotable arcón y en las fiestas….vino, hogaza, chulla y mantón de repatán, eran todos pagados con las monedas de idéntico amo.
Miguel Lardiés podía hinchar pecho y sentirse orgulloso de haber llegado a viejo manteniendo en todo lo alto el pabellón heredado de padres y abuelos.
En aquellos siglos de escasa lumbre y mucha faena, viejo era pasar de los cuarenta puesto que la vida era dura como canto de ribera y las incertidumbres siempre demasiadas, lo que incitaba a hombres y mujeres, a casarse y engendrar todos los hijos que se pudieran antes de la treintena, para verlos al menos crecer y que ellos fueran capaces de llegar a adultos recordando el rostro de un padre o una madre antes de que los llevaran con los pies por delante camino del camposanto.
“Cada día es un regalo – pensaba mientras sentado en el sillón patriarcal de la cadiera contemplaba a su clan dando buena cuenta de la pitanza – cada comida un lujo” – añadió llevándose la cuchara bien apurada de boliches rumbo a la boca.
A su diestra los varones, el más cercano su primogénito, los más alejados, los segundones y los hijos de los sirvientes, los cuales hasta que no tuvieran edad de comprender quienes eran y donde les correspondía sentarse, se les dejaba coquetear con la sangre propia.
A la siniestra, las mujeres, su esposa la primera, su hija mayor y favorita al lado, hasta alejarse y llegar a la menos agraciada de sus vástagos, la que quedaría soltera para los restos con la obligación de procurarles cuidados cuando la ancianidad terminara de postrarlos y tras hacerlo, asegurarse de que no les faltara misa, responso y tumba adecentada.
Entre medio, discretas y sumisas, como la leve brisa que nadie nota pero todos saben está allí, las tres criadas iban retirando platos, cambiando cubiertos, acercando pan, vino o sal, con la mirada humilde y los ojos sin levantarse jamás del suelo.
Tan solo Anita se atrevió a hacerlo, ligera y discretamente, apenas el instante justo, imperceptible para todos menos para Miguel, que esperaba ese gesto para responderlo con un leve balanceo de su cabeza.
No hacía falta más.
A medianoche, cuando su mujer comenzara a rezar otro de sus interminables y repetitivos rosarios, el la visitaría para montarla.
Anita sabía hacer y su esposa comprendía pues era oficio y estoicismo que aceptaba desde el casorio hasta la tumba. Ambas eran mujeres y montañesas….demasiadas cosas en común como para no saber que los amores eran un lujo ante todo lo hostil que las martirizaba.
A cambio de soportarlo, ella sería Lardiés sin haber sido parida como tal, por acta de matrimonio en el que aun sin tener forma de letra, la entrepierna de la criada era aceptaba como una obligación más.
Un año más, vísperas de Nochevieja, Miguel paseó por sus campos, atento al más mínimo detalle inusual que lo inquietara.
Las acequias estaban limpias, las zarzas asediadas, la mala hierba hecha ceniza, la tierra olía a fiemo, las cercas recién reparadas, las pieles de zorro dispuestas allí donde el jabalí pudiera pasar, los muros y mojones donde los dejaran sus antepasados para advertir a la osadía ajena de donde terminaba el límite de su valía.
Y si osaban……Miguel palpó su daga.
Aquel 31 de diciembre el patriarca asintió ante la breve mirada de Anita, su señora continuó sorbiendo sopas, los hijos revoloteaban nerviosos en torno suyo y el fogaril chisporroteaba temblorosamente en cuanto una ráfaga crecida de viento conseguía romper el muro de la chaminera y colarse dentro para avivarlo.
De amanecidas, mientras daba hambrienta cuenta del pan reseco mojado en vino rancio, el primogénito entró en la casa, recién llegado de la cuadra donde de mañanas debía acudir para ordeñar las vacas, controlar que las pezuñas no se les pudrieran, darles alimento, sal y agua, curarles las heridas……
- La vaca negra murió anoche – informó parecer preocuparse por ello.
- ¿La negra? – preguntó Miguel – ¿Anoche andaba mala?.
- No padre – respondió – Se quedó donde la dejé. A lo mejor le ha fallado el fuelle.
- Era vaca joven y robusta, la que más leche daba….no se nos murió ni una sola de sus terneras….¿es que no te diste cuenta que estaba enferma?. ¿No sabes que eso es obligación tuya?.
- Perdone padre……no sabía.
- ¡Largo anda, que no sabes hacer lo poco que se te ordena!.
Tendida sobre la paja seca, la vaca negra parecía haber muerto sin sufrimiento, sin sudores ni ahogos…..tan solo los restos de sus últimas heces, las que soltara antes de expirar, convertían en desagradable el contemplar su cadáver.
“Todos los bichos los hacen – pensó Miguel - Los de pezuña y los de pierna”.
Siendo apenas un mozo aun imberbe, su padre lo llevó ante el puente de Broto para que descubriera por si solo como actuaba la Justicia del Rey con aquellos que osaban ejercer el oficio de cuatreros.
En cuanto los pies de aquel desgraciado gabacho perdieron suelo, la soga tiró hacia arriba asiéndose con gana al cuello y el condenado sintió como los pulmones se le vaciaban, soltó todo lo que llevaba dentro, incluso los líquidos de andar preñando, llenándolo todo con un aroma pútrido e infecto, meciéndose cada vez menos ostentosamente hasta apenas moverse y quedar finalmente muerto……con los ojos violáceos y desorbitados.
- Trae el hacha – ordenó a un criado – Despedazarla y para la barranquera.
- ¿No nos la comemos mi señor?
- ¡No digas sandeces!. A saber de que ha espichado.
Pasó otro año más.
Llegado abril, Miguel repartió jornales entre sus afines, las familias más modestas que le eran fieles y lo defendían públicamente frente a sus rivales…los Viu o los Ruba, los amigos, los parientes lejanos y menos afortunados……
Fuera quedaban aquellos que no le mostraban obediencia ni gratitud, los que
le miraron mal en misa, los que se quejaron sin rubor porque su primogénito fuera mayoral en el baile sin ser el soltero de mayor edad…..aunque a sus hijos los matara el hambre o las pestes, aunque sus mujeres fueran hermosas y tentadoras, jamás recibirían un solo sueldo que saliera de Casa Lardiés.
En junio los ganados subieron al monte y con el millar de ovejas, las doscientas vacas y quince gorrinos, sus quince pastores, bravos, adustos de rostro firme y cejijunto, armados con dagas y mosquetones, dispuestos los mismo a ayudar cariñosamente al cordero recién parido para que se pusiera en pie y trotara como a volarle los sesos sin miramientos al primer francés que osara mirar siquiera de lejos una sola de sus bestias.
Antes de los calores, Miguel subiría a la muga para renovar Concordias.
Amigos o enemigos, los gabachos le respetaban pues solo el era capaz de poner en armas a todo un valle y hacer valer con el acero, aquello que la razón no fuera capaz de imponer por si sola.
En octubre, para cuando comenzaban los mercados de Broto y Biescas, bajaron las reses y las vendieron a un buen precio.
Las ciudades crecían, los ejércitos del rey estaban en guerra y la necesidad de carne aumentaba de año en año.
Llegadas las vísperas de Nochevieja, sentado en la cadiera, rebuscando el chorizo del estofado, Miguel volvió a asentir a Anita mientras su mujer rebañaba el plato con miga dura.
A la mañana siguiente, algo más pálido, su primogénito, temeroso, y cabizbajo, le amargó nuevamente el primer vino rancio de la añada.
- La vaca negra esta muerta, padre.
- ¡Que dices atontado! ¡Si la compramos de cinco años en la feria de septiembre!.
- No se padre – tartamudeaba, acobardado por los gritos del progenitor – Entré en la cuadra….y la vi muerta y cagada, como la del año pasado.
- ¡Quita idiota! – amenazó mientras lo apartaba y salía con buenas piernas camino de la cuadra.
Cuando llegó, comprobó que efectivamente el animal había expirado de maitines e hizo llamar al licenciado, quien lo mismo curaba un brazo roto o un resfriado que sanaba las heridas de una vaca coja o una oveja a la que el lobo hubiera mordido los cuartos traseros.
- Tu que dices – preguntó Miguel - ¿Es una peste?.
- Esta vaca esta sana Miguel – pocos tenían arrestos para tutear a un Lardiés. Pero el licenciado no era oriundo del Valle y no dependía del jornal, la vaca y el huerto que su patriarca le proporcionara – O por lo menos lo estaba.
- Si quieres te dejo que la abras. En la del año pasado no vimos cosa.
- ¿Se te murió otra por el año pasado?.
- Si, en Nochevieja.
- ¿En Nochevieja?.
- Si. ¿Pasa alguna cosa?.
- No nada, solo que es maldita la casualidad.
Con el nuevo año regresaron los repartos de jornales, las ovejas paciendo en Francia, las largas noches de vigilia junto al rebaño con los mastines olisqueando la cercanía del oso y la matacía de San Martín, cuando los quince cochines chillaban, tratando de escapar del inevitable tajo.
Para Nochevieja, sentado en la cadiera, Miguel asintió a Anita y su esposa rezó el rosario casi toda la noche, esta vez dos veces para pedir perdón a Dios por las humanas tentaciones de su marido.
Pero de mañanas, apurando el vino rancio, el primogénito entró y no hizo falta que abriera la boca.
Sus ojos aterrorizados hablaban cuan mujer de solanas con buen chisme entre los labios.
- ¿La vaca negra?.
- Si padre – casi lloraba.

Gracia de Buesa vivía con el bosque, en una choza que ella mismo levantara bien apartada del pueblo y sus falsas gentes.
Allí, en lo más profundo y húmedo del hayedo, podría olvidar el porque de sus huesos viejos y doloridos, de sus costillas medio rotas y sus brazos tumefactos.
Allí jamás recordaría el rostro fanático y visceral del Inquisidor que la señaló con el dedo por culpa de aquellos dos gemelos que nacieron muertos.
Las pobres criaturas murieron asfixiadas por un mal parto y si ella no hubiera abierto el vientre de su madre, la pobre habría terminado de iguales trazas.
Pero aquella sabiduría que ella amaba y llevaba tan adentros como los clavos de Cristo, heredada de su madre, y su madre de su abuela, y la abuela de toda una saga de mujeres observadoras y buenas conocedoras de lo que se esconde tras el alma humana, era incomprensible ante los ojos inyectados de odio de aquel monje de rostro blanquecino y cerúleo.
De ser colgada la salvó su buena memoria.
La buena memoria de aquellos que recordaban como siendo niños, las fiebres estuvieron a punto de matarlos antes de que destetaran y sus buenas artes les permitieron continuar respirando.
La buena memoria de aquel hueso quebrado, aquel músculo partido, aquella espalda dolorosamente encorvada que encontraron reparo y consuelo entre sus finas y enjutas manos.
Evitó la horca pero también aprendió a evitar al hombre.
Allí el bosque la abrazaba, hablaba con ella de igual a igual, con ternura lamía las heridas de su corazón mostrándole sus secretos más ocultos, sus criaturas más extraordinarias y tímidas, mientras la soledad que nunca sintiera en las entrañas del hayedo, creaba una fortaleza que muy raramente dejaba atravesar…….
- Gracia, debes ayudarme…..
…….y menos ante la prepotencia presuntuosa de Miguel Lardiés.
- Ni el licenciado ni ningún libro saben cosa de esto.
- Será porque en tu casa solo tienes uno…..y es un santoral de la Virgen del Pilar – bromeó sin molestarse en apartar los ojos y las manos de los pistilos de manzanilla que andaba deshojando.
- ¡No ofendas vieja! – amenazó – Bien sabes lo caro que te costó hace diez años.
- Lo se. Como también recuerdo lo que gritabas mientras me arrastraban encadenada ante el Sto Oficio.
Lardiés no se sintió ruborizado por acudir una década después en busca de ayuda, ante aquella a quien públicamente había tratado de “perra”, “puta bruja” y “zorra del diablo”.
Para un buen cristiano, tan dogmático era rezar a diario como odiar a quien “ellos” señalaban.
- Me ha costado un riñón encontrarte. ¿Vas a darme consejo o no?.
- ¿Por lo de tus vacas negras?.
- Sin duda eres bruja vieja – insultó - ¿Cómo sabes aquí perdida que….?
- Por vieja que sea, mis orejas escuchan y las chanzas de tus pastores se escuchan desde bien lejos,
- Entonces……..
- Ningún mal te desea nadie, ningún daño contra ti o contra tus hijos.
- No te entiendo.
- Alguien ha hecho un pacto con Satanás, alguien ha vendido su alma al mismísimo Demonio – ambos se santiguaron cuando el nombre del ángel caído fue pronunciado – Alguien paga tributo al señor de las tinieblas, una vaca al año, la más gorda, la de ubres más repletas y generosas. Es el pago por continuar haciendo de tu palabra….una ley.
- ¡Vieja, no digas sandeces! – Miguel hizo ademán de abalanzarse sobre Gracia.
- ¡Hazme daño y el bosque te arreglará las cuentas antes de que consigas escapar de su abrazo! – de repente, el patriarca tuvo la sensación de que las palabras de la reseca mujer no eran dichas en balde, de que las ramas se movían y las hayas se agrupaban para encerrarlo de por vida en aquel tétrico lugar – ¡Tu querías la verdad y te la he dicho!. ¡Ahora déjame en paz Miguel Lardiés y no olvides lo que te acabo de decir!.
Y no lo olvidó.
Se le cayó la hoja al hayedo, los rebaños marcharon pagando peajes camino del llano, los ciervos berrearon y las osas buscaron un cubil donde parir y amamantar a sus oseznos.
El invierno abrió los ojos y apenas desperezado, vio entrar en nuevo año.
Las vísperas de Nochevieja a Miguel se le enfriaban las sopas mientras mareaba el plato.
No disfrutaba de su posición en la cadiera, no sacaba cuentas de aquellos meses agonizantes no se regodeaba sobre su renovada prosperidad.
Ni siquiera se digno en devolver la mirada a Anita cuando esta osó alzarla del suelo.
Su esposa sin embargo, continuaba indiferente, rodeada por la chiquillería que correteaba de un lado a otro, nerviosa por los crespillos de membrillo que traía el año recién nacido.
De noches, recostado sobre la cama, sentía dormitar a su señora, quien, agotada de tanta faena, tanto parto y tanto rezo, quedaba enseguida dormida sin que ni la tormenta más aguerrida fuera capaz de desvelarla.
El sin embargo quedó en vela hasta que se le echó encima la medianoche.
Inquieto por las palabras de Gracia, se levantó, agarró una recia tranca que escondía tras el portón de la casa y desafió al hielo y la ventisca hasta llegar a la cuadra, templada por los calores de las bestias bajo su techo protegidas.
Reconfortado por el silencio de aquel lugar, se agazapó tras unas pacas resecas, sin perder ojo a la vaca negra, la más cara del mercado, la más gorda cuyas ubres rebosaban a diario de grasienta leche.
Pasaría la noche en vela, aunque se le cayera el cielo encima, aunque de amanecidas los párpados se rindieran mientras acudía a controlar los campos donde de atardecidas, unos niños habían visto una piara de jabalís.
Jamás toleraría que alguien se le burlara de aquella manera.
El era un Lardiés y ni el mismísimo Diablo osaría jamás robarle lo que le por saga le pertenecía.
Justo a medianoche, escuchó el tañido de las campanas de San Salvador, anunciando que 1652 había expirado.
En ese preciso instante, un enorme gato negro, de espeso pelaje y ojos amarillos, brillantes como si el fuego del infierno se reflejara sobre ellos, apareció de la nada, bajó del mismo techo y, confiado, fue acercándose a la vaca.
A Miguel, el puro miedo le hacía temblar la tranca entre las manos.
Si, había matado a hombres en las guerras del rey, había degollado pastores franceses cuando defendía los derechos del valle, había ordenado ahorcar a reos y criminales, ladrones o herejes…….pero aquel gato semejaba ser mucho más temible que un ejército de hugonotes avanzando firme contra las murallas de Torla.
El felino se aproximó a la vaca, quedó unos segundos mirándola con curiosidad y entonces esta, sumisamente, bajó el cuello y dejó que el minino se posara sobre su testuz, recorriendo todo el inmenso lomo del rumiante, desde el la cuerna hasta la cola.
Apenas terminó de hacerlo, en cuanto de un brinco ágil y silencioso, se dejó caer en el pajizo suelo, la vaca cayó fulminada expirando ruidosamente.
Sacando valor de la rabia que lo dominaba, Miguel salió de su escondrijo y antes de que el sorprendido felino tuviera tiempo de reaccionar, estampó el garrote sobre los cuartos traseros del maldito bicho.
Pero aunque cojeando y mal herido, el escurridizo felino escapó hábilmente por un hueco que, por miles de veces que hubiera estado en la cuadra, Miguel jamás había descubierto.
Aterrorizado, arrojó la tranca y salió huyendo de la borda, tratando de encontrar refugio en la iglesia.
- ¡Abrid a buen cristiano! ¡El demonio busca venganza!.
Pero por fortuna una tormenta imprevista se apoderó del cielo y sus gritos, se vieron ahogados por la carrera impetuosa de los vientos.
Cuando el sol clareó las piedras del pueblo, recobrado el ánimo y la compostura, se alegró de no haber sido descubierto dominado por semejante locura.
Se alzó y caminó de nuevo a su casa, enhiesto y orgulloso, para desayunar vino rancio en la cadiera.
Topó con la criada en mitad de la Plaza.
La muchacha, apenas una niña a la que se le comenzaban a dibujar las formas, lloraba y trataba de hacerle entender a su señor que en el huerto de atrás había acontecido una gran desgracia.
Miguel corrió, abrió la verja del corral, entró a trompicones con el resuello descosido, apartó a empujones a los hijos, criados y vecinos que se arremolinaban impotentes en torno a su mujer, quien malherida sobre el suelo, con la mirada agonizante y las piernas cruelmente quebradas, parecía estar a punto de entregar su alma al Creador.
Miguel intentó acercarse para consolarla en sus últimos momentos pero cuando hizo el gesto, al contemplar los ojos marrones de su esposa, descubrió que tras ellos se escondía el mismo amarillo infernal que viera en aquel gato negro.
Y entonces Miguel lo supo.
Durante todos aquellos años había sido su mujer y no el quien todo lo soportara para poder hacer de su capricho ley, de su blasón un templo, de su deseo una orden.
Todo con tal de ser una Lardiés.
Incluso la condenación eterna de su alma

Bucardo
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