viernes, 2 de mayo de 2008

Los 106


Los 106
Siempre nos sorprendieron sus 106 años.
No por alcanzarlos sino por no aparentarlos.
La vida no le fue del todo sincera.
De haberlo sido, lo habría abandonado mucho antes, cuando uno lleva años soportando lo que hay y las ganas le declinan al ritmo con que se recoge siembra de arrugas.
Pero la puñetera le anduvo fiera, condenándolo a soportarla durante más de 38.000 mañanas.
Sin embargo, cualquiera que sin conocerlo, lo hubiera observado al punto del mediodía, habría jurado que al Serafín le faltaba de todo, menos ganas de que lo llevaran de paseo, camino del camposanto.
Por el enfermero que soy, he visto sexagenarios parapetados tras los cerrojos de sus casas.
Atemorizados por sus debilidades, piensan que nada malo padecerán pisando en terreno conocido.
He visto ancianos, mozos comparados con Serafín, espantando con aspaviento a la mocedad, como quien trata de atinar con un moscardón peludo de verano.
Lanzando juramentos e improperios, juran y perjuran que colgada del portón, guardan una escopeta bien cebada con cartuchos de sal gorda.
La chiquillería termina por temer a sus viejos y los viejos por temerlos a ellos.
Pero al bueno de Serafín, cuya edad limitaba sus paseos, no se le ocurría otra, que rogar a cualquiera de sus hijos, para que a las once y media de la mañana, lo sentaran en el banco de piedra que se pegaba a la escuela.
Durante los primeros meses, su simiente, que era mucha, trató de encontrar una respuesta.
- Es que los viejos son como las lagartijas. Con la edad se les cae el rabo y andan buscando donde les caliente más el sol – bromeaba mi mujer, a la sazón, una de sus propias nietas.
- Lo que le gusta a este es mirarle las cachas a Elenita la maestra – aludía el cuñado, quien a pesar de casar con mujer afamada de fura, no podía evitar que los ojos y otras cosas, le anduvieran haciendo sombra al turgente trasero de la citada.
Al poco se hartaron de darle vueltas y terminaron por acostumbrarse.
Un día, rozando las doce en punto, me lo quedé mirando.
Permanecía serio, con esa media ceguera intuyendo el vacío.
De lejos sonaron unas palmas.
Eran las de Elenita dando por iniciado el recreo.
Y entonces, mágicamente, el semblante le mudo como quien pasa de casado a soltero.
De repente dejó entrever una sonrisa encajada en la profundidad de sus mandíbulas.
Frente a el, su bastón y su boina, la chiquillería se desparramaba por la plaza, unos organizando partida, otros dándole a la pelota, los más preparando alguna trastada y tres, tal vez cuatro, saludándolo con un beso en el inexistente carrillo mientras el, con la mano, los invitaba a acompañarlo.
Durante media hora, pude escuchar como hablaba.
Era incapaz de distinguir que se decía pero movía los brazos, gesticulaba e incluso parecía que el tono de su voz, le rejuvenecía hasta recuperar los noventa.
Era otro Serafín.
Contrario al que retornó cuando de nuevo sonaron las palmas ordenando que todo se acabara.
Entonces mi mujer lo ayudó a que regresara bajo la sombra del patio.
Allí permanecería cumpliendo el rito.
Hasta que se le indicara la hora del puré, la hora de la siesta, la hora de la atardecida…más puré, dormir, con suerte despertar y esperar.
Esperar mucho y siempre.
Intrigado, al día siguiente di dos pasos para acercarme pero evitando que el supiera.
Tenía miedo que estando emparentado, no se sintiera en la confianza con que lo había visto.
- ¡Montañeses! – saludaba.
En torno suyo andaban tres chiquillas, la mayor cerca de los doce y un niño, enclenque y algo contrahecho, que sin duda había terminado allí para evitar la humillación de terminar rechazado en las siempre crueles elecciones de equipo.
- ¿Qué tal van las sumas y restas?.
- Son raíces cuadradas – le aclaró la más crecida.
- No se de esas cosas zagala. A tus años, ya andaba de huerto en huerto, sin apenas saber hacer una sola “o”.
- ¿No sabe escribir señor Serafín? – preguntó intrigada.
- Mi nombre y poco más. Era otra época, llena de oportunidades perdidas. Sin más, mi hermano Nicolás era listo como una rabosa pero como no teníamos medios, terminó entre ganados, más animal y duro que una piedra.
- ¿Sabe que la Nuria se ha sacado novio?.
- Temprana te veo chica – bromeó fingiendo algo de seriedad ante la nueva.
- ¡No es verdad!. ¡Yo no quiero tener novio!.
- Di que si moceta. Ya te llegará la edad. A mi me apalabraron con dieciséis años si bien tuve mucha suerte y terminé bien casado con la Remigia. Ella lo aguantó todo, hasta cuando me tuve que ir a la guerra y dejarla en el pueblo, al cuidado de sus padres.
- ¿Para que no se la robaran?
- ¡No!. ¡En esas andábamos pensando!. Cuando yo era joven, la palabra era sagrada no como ahora, que coleccionan amores como quien va a comprar vacas a la feria.
- Mi abuelo también estuvo en la guerra – aclaró el enclenque – No hace más que marearnos con ella.
- Al yayo tuyo lo conozco desde que lo bautizaron. Más vale que le escuches más y no lo evites tanto. Cuando marchó a la guerra apenas salía de crío y bien putas las pasó. Sin embargo donde me mandaron fue a Marruecos, a África, donde los moros nos la tenían jurada.
- ¡Eso si que tira lejos!.
- Figúrate chiqué….íbamos con el correo hasta Jaca, luego cogíamos el tren hasta la estación Norte en Zaragoza. Allí corre a enganchar otro a Barcelona, presentarte en el cuartel, ponerte el uniforme, aprender a dar cuatro tiros y coger un barco que era casi una cáscara de nuez hasta Ceuta. ¡Que calor, que sofoco pasabas!.
- ¿Y vio leones?.
- ¡Uy no!. Lo más que vimos fue unos jabalís tan pequeños y esmirriados que parecían ratas al lado de lo que aquí tenemos.
- ¿Y que hacía su novia señor Serafín?.
- Esperarme zagala. ¡Y bien mal que lo pasó la pobre!. La guerra ya iba mal por aquel entonces pero salimos vivos y cuando volvimos, organicé mi propio rebaño.
- ¿De vacas?.
- No, lo de las vacas vino luego, con Franco. En aquel entonces, lo que rentaba era la oveja. Deberíais haber visto las mugas de cuando tenía treinta años. Se te presentaban plagados de puntitos blancos, tan a miles que no había forma de contarlos. Si, era muy bonito de ver.
- Ahora ya no quedan ovejas.
- No….no quedan – reconoció melancólico – Pero aquí estoy yo para que no lo olvidéis – añadió cogiendo de la mano a una de las niñas.
Con el gesto pude descubrirlo.
Hasta ese momento, aquella chiquilla, tímida y algo timorata, había sostenido un lapicero sobre un pequeño cuaderno donde, durante todo aquel tiempo, había tomado nota de cuando Serafín contaba.
Apenas tenía diez, puede que once años pero algo le decía, Dios sabe como, que aquel momento no iba a repetirse siempre.
La maestra retornó a la calle dando palmas y los niños lamentaron que una vez más, la historia se les hubiera quedado a medias.
- Mañana nos veremos zagales – les animó.
- ¿Y si se muere? – preguntó el niño recibiendo en el acto una soberana colleja para que tuviera la boca más quieta.
- Entonces….tratar de no olvidarlo.
Durante unos minutos, mientras la escuela se iba poco a poco calmando, Serafín guardó silencio.
Parecía serenarse escuchando aquel griterío.
Luego todo se calló y tan solo podía descubrirse la voz monótona y repetitiva de Elenita.
Comprendí.
En casa había un ritual donde el cariño nunca le faltaba.
Pero ninguno se paraba para escucharlo.
Pero como el paisaje, aunque diario, no significaba que nos resultara conocido.
¡Y tenía tanto que darnos!
Tal vez quien más sobrado andaba.
Aquellos chiquillos escuchaban y tenían toda una vida para retenerlo.
Su muerte no arrastraría aquella biblioteca de recuerdos y con cada recreo, Serafín acataba la voluntad que el recibió de su abuelo y este del suyo propio…generación tras generación hasta que el alma consiga la inmortalidad que el cuerpo les niega.
Mi mujer salió pero yo estaba en medio.
- ¿Qué haces aquí? – preguntó.
- Vengo a recoger al abuelo.
- Bueno vale – acató mientras volvía a sus macetas y yo lo ayudaba a incorporarse.
- Señor Serafín….
- Dime.
- ¿Estuvo usted en África?.
Y el me miró con unos ojos inmensos…creo que incluso agradecidos.
Bucardo

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