jueves, 22 de mayo de 2008

La Peste


La Peste
Nadie en la aldea supo explicar porque Remigia vestía siempre de negro.
Hubo quienes en principio lo justificaban con el luto.
Sus abuelos, como casi todas las cosas que en vida hicieron, decidieron morirse en acuerdo.
A los cinco días de dar tierra a uno, lo hicieron con el otro lo cual, obligaba a sus descendientes, a guardarles recuerdo enlutado durante más de un año.
Era la norma y el buen decoro, algo muy sagrado allí donde conviven apenas cien almas.
Pero al cumplirse el plazo y ver que Remigia no consentía el dejarse ver con algo de color sobre las formas, los hubo que se extrañaron.
- Chica…-le bromearon algunas mujeres -…a ver si le das luz al cuerpo.
- ¿Qué sabréis vosotras de luz? – contestaba acompañando el desprecio con ese gesto tan propio de contemplar a sus iguales como si levitara por encima de ellos.
Remigia y su luto no tardaron demasiado en ganarse la impopularidad de los vecinos.
Caminaba flaca y estirada, posando apenas una furtiva mirada con quien se tropezara, ahorrando avaramente cualquier saludo o interés en la vida ajena, comportándose como si todo el mundo, tuviera una enorme e impagable deuda hacia su persona.
Por eso todos le dieron de lado aunque no pudieran dejar de mirarla.
Sin embargo, ninguno de sus vecinos hubiera esperado, que como la peor de las pestes, el negro de Remigia fuera emponzoñando a todos y cada uno de los suyos.
Su padre, antaño un próspero comerciante de telas cuyo éxito radicaba en su capacidad para agradar y relacionarse, fue, casi imperceptiblemente, tornándose en un ser más desconfiado y huidizo, poco hablador y casi siempre cabizbajo.
Durante años, su puesto en el mercado de la ciudad había sido el más frecuentado por las damas de alta alcurnia, dispuestas a dejarse atrapar por el anzuelo de sus halagos.
Ahora parecía arrinconado y ausente, voluntariamente condenado a un ostracismo que a el, al menos en apariencia, no parecía afectarlo lo más mínimo.
María, su hermana, gozó en tiempo de un rostro proporcionado y una sonrisa gentil y sincera.
Era una belleza cautivadora e inexplicable, cuya generosidad le obligaba a compartir su felicidad con cualquiera al que la vida lo sangrara.
Ahora caminaba en solitario como ánima en Día de Difuntos, del hogar a misa y de misa al hogar sin saludar más que con un gesto y en ocasiones, ni aun con eso.
Sin echar mucha memoria atrás, María había hecho brotar la hierba bajo las piedras que ella pisaba, logrando con su presencia que las abuelas olvidaran sus achaques, los inocentes sus riñas y los grandes señores sus trifulcas.
A su puerta se agolpaban los deseosos de arrebatársela a la soltería, dispuestos a dejarse enamorar, todavía más, por la calidez de aquella gran María.
Pero ahora la aldaba de su puerta renqueaba por el desuso, nadie torcía el cuello cuando se intuía su sombra y las viejas añoraban el calmante que para los maltratados huesos suponía su cercanía.
Su prima Josefa, a la que era fácil descubrir tejiendo bordados, sentada a la luz de la ventana geminada del casal mientras tarareaba los romances más populares, terminó, sin que nadie se percatase, por abandonar el telar en favor de los brazos caídos.
De las notas que en tiempos dejaba escapar su voz, ahora no quedaba más que el silencio más espeso y sepulcral.
Había vecinos que en las escasas tardes de asueto, gustaban de pasear frente a donde Josefa moraba, con la esperanza de que su cantar los entretuviera, haciéndoles creer que era mayo en diciembre o que el sol campaba cuando al cielo le rascaban las lluvias.
Pero ahora tan solo el viento plantaba sus respetos frente a la ventana y por la boca de su chimenea, lo cenizo y su hollín eran los únicos que sonaban.
Pero lo que más extrañó fue lo de la Antonia.
Ella que en vida nada tenía de sangre y menos de amistad con Remigia, un día salió de la cama y en lugar de las calzas gruesas y estridentes que la afamaban, bajó a la calle inmaculadamente enlutada.
En el cesto dejó sus agujas y neceseres de bordadora, la más afamada y mejor pagada del condado, la que presumía de no haber nunca ideado un zurcido que se quebrara o un dibujo en hilo que pudieran llamar feo.
Luego fue Simón, el organista de la vieja iglesia de San Miguel, quien dejó de acudir a sus sacrosantos ensayos.
Antes, los feligreses que acudían a misa, no sabían definir si lo hacían por verdadera ansia de salvación o por escuchar los prodigios que dejaban escapar los dedos de Simón al contacto con la tecla.
Pero ahora solo el polvo tocaba aquel instrumento y de su dejadez, nació la podredumbre de sus maderas nobles, el acartonamiento de sus fuelles o el óxido de sus innumerables tubos.
Desanimado al dejar de escuchar las melodías de Simón, los cantos de Josefa o los saludos de María, Luis el cantero se dejó vencer por la apatía.
Una mañana abandonó el cincel con el cuerpo de una de sus prodigiosas tallas brotando inacabado fuera de la piedra primigenia.
En el lugar, no había clave que el no hubiera orlado con un vistoso escudo, un angelote de poderosos carrillos o una Virgen doliente por su hijo crucificado.
Sus obras eran inimaginablemente hermosas, expresivas y cargadas de toda la fuerza creadora que conectaba la cabeza del escultor con su musculado brazo.
En San Miguel, las pilas bautismales llevaban su inconfundible firma, mezcladas con volutas y hojas de acanto, entre santos en éxtasis, parras en uva, hiedras y Cristos con sus misericordias.
Pero el ideario se le acabó ahogando y ahora, agotado y espeso, se sentía incapaz de imaginar alguno de sus antiguos prodigios.
Un día justo en mitad de julio, el señor Pascual dijo que no quería más…y no quiso.
Apenas unas semanas antes, nadie como el sabía recitar los versos de Santa Elena.
Tratándose del más anciano, los recordaba heredados de boca a oreja, rememorándolos cuando se quisiera y ante quien lo pidiera, sabedor como era, de que sin saber escribir, aquella era la única forma de conseguir que con el no murieran.
Pero cuando ese verano Lucas se lo pidió, el señor Pascual rogó silencio y sin mayores explicaciones, lo dejó en pie, compuesto y sin versos.
Parecía tan lejano el tiempo en que los recitaba como si hablara del Cid y sus gestas, recibiendo los aplausos con una sonrisa tan falta de dientes como sobrada de franqueza.
Y Lucas, quien hasta ese día escribía tan derecho y bien lustrado como para que el cura pensara en enviarlo al Seminario, dejó de practicar en la creencia de que para bien poco servían los esfuerzos con las letras.
Quedaron sueltas e inacabadas muchas frases, palabras y estrofas, en su día iniciadas creyendo que tal vez si se aplicaba, llegaría a ser notario, tenido por alguien de fama, capaz de imprimir su signo y firma sobre algún convenido o tratado de paz.
Pero ahora se le veía en su huerta, con la azada en el lugar de la pluma, cavando un inexplicable hoyo allí donde menos se necesitaba.
En apenas dos años, la aldea se tornó de un oscuro omnipresente que surgía desde sus mismas vísceras hasta cubrirle toda la carne.
Solo entonces Remigia pareció encontrarse a gusto.
Paseaba por sus calles como verdadera ama, con aquel indescriptible mal dibujado sobre la vulgaridad de su rostro.
A cada paso, le engordaba su prepotencia y su insaciable vanidad.
Así hasta que la vio sentada en un portal.
- Esta niña – se quejó – Siempre dando mal.
Cristina y sus dedos, aun gordezuelos por la poca edad, parecían sumergidos en el mundo que trazaban sobre la pizarra negra que hacía de suelo.
Era un campanario rodeado de montañas y unas montañas rodeadas de cielo y un cielo rodeado de estrellas….era un río rodeado de barrancos y unos barrancos rodeados de árboles y unos árboles rodeados de aves, a su vez rodeadas de nubes y estas punteando hasta expandirse sin conocer frontera ni marco.
Tanto guardaba Cristina dentro de su cabeza que la idea se le hizo grande o la piedra pequeña y ahora, como un mosaico antiguo, el ingenio se le había extendido por todo el patio que hacia de entrada a su casa.
- ¡Pues eso nos faltaba! – soltó Remigia - ¡No ves que estás ensuciando la casa!. ¡Verás tu madre cuando te vea!- ¡Te va a regañar!. ¡Te va a dar una buena zurra!. ¡Que van a decir!. ¡Deja esas tonterías y haz algo útil!. ¡Deja eso que…
- No tienes nada.
La respuesta pilló a Remigia tan a contrapié que esta se quedó con la boca abierta y el brazo todavía en alto, como si pensara concluir una frase que ya estaba muerta.
- No tienes nada – insistió la niña sin alzar la voz ni inmutarse – Y a mi…no me lo vas a quitar.
Pálida y temblorosa, sintiéndose más desnuda que un recién nacido, se retiró sin plantear batalla.
Reptando, como si se tratara de una alimaña recién descubierta, callejeó hasta retornar a el cubil que le hacía de guarida.
La niña no le perdió la vista hasta que el luto se escabulló entre las piedras.
Solo entonces continuó pintando.
Pintó, pintó y pintó hasta que nadie pudo verle un solo tramo de negro al suelo.
Bucardo

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