jueves, 4 de febrero de 2010

Las dichosas dudas


Las dichosas dudas
- Uno, dos, tres, cuatro….
Elena sacaba recuento.
Ya le costaba un tiempo echar la suma de sus años desperdiciados.
Los que se le escaparon entre Dios y sus altares y ese preciso instante en que, larga sobre la cama de un Ibis descafeinado, aguardaba a que alguien hiciera sonar los puños entre la puerta y sus tablas.
- Dieciocho, diecinueve……veinte.
Acabar no le supuso mejor aliento.
Nadie permanece estático, mentalmente narcotizado cuando sucumbe a cosas como esas.
Cosas como las que esperaban entre el ascensor y el pasillo, a poco que decidiera descorrer el cerrojo y averiguar la novedad que quedaba al otro lado.
Afuera el sol bizqueaba apunto de dejarse finiquitar y entre ello y la cena, entre Alfredo y los hijos, dispondría de tres, puede que cuatro horas.
Sobrado.
¿Por qué se mordía las uñas?.
Ella jamás lo hacía.
Claro que a los veinte también juraba no cometer los mismos errores que hasta entonces había cometido.
Malgastarse empecinada en creer, en mentirse, en jurar y perjurar que a ella, esas cosas no le pasaban.
Por la mañana se había angustiado, silenciosamente como lo que durante tanto tiempo había amordazado.
Le sobrevino con algo tan banal como al espalda de su marido durmiendo a su lado.
Una espalda creciente y declinante que tapaba la pared principal, toda, entera saturada de fotos.
Fotos que salvo en las caras, le resultaban idénticas a las que veía en las casas de sus amigas.
Si, amigas, esas mismas que juraron cambiar el mundo y ahora se mienten más y más cuanto más sonríen a las visitas.
Tock, tock.
Elena se incorporó automáticamente y solo en el último segundo, se quedó paralizada con la mano en el manillar y todas las dudas impuestas entre ella y su deseo de accionarlo.
Tock, tock.
- Elena, soy Anselmo. ¿Me llamaste por lo del periódico?.
Suspiró fuerte y hondo para arrastrar con ese suspiró, todos los malditos arrepentimientos.
- Mierda, me lo merezco.

Bucardo

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