
Shugâ
Shugâ era azúcar en su idioma de ojos rasgados.
La que bajaba su mirada a poco que, solo con ella, nos rozáramos.
Shugâ vino con una maleta.
Una de esas enormes, rodante y metalizada, asfixia de pegatinas, solitaria y certificada, pasaporte indiscreto del recorrido que nos había reunido.
Un paseo largo hasta estar allí, sobre el sillón giratorio y acolchado.
Shugâ se sentaba acogotada, como si en torno a su discreta estampa, una inmensa presión pretendiera marchitarla.
Y sin embargo, no se como, en un español de acento tokiota y escasa mácula, pidió un su “Old Fashioned” con el reborde de azúcar caramelizado.
Cada sorbito, traía a Shugâ una inexplicable sonrisa mientras yo, fingiendo ineptamente mi indiferencia, no sabía como preguntarle lo que le ocurría.
- Cada vez que bebo, me bebo un poco de mi misma.
Fue así como supe lo que significaba.
Y aunque yo de japonés ni aun las justas, cogí el cuchillo, lo agarré por el mango y de un corte limpio desgajé al limón un gajo.
No pedí licencia.
Solo lo exprimí sobre la mezcla.
En el empeño dos gotas se escaparon. Una a mis manos con olor a torrefacto y la otra a esas suyas, tan asépticas y blancas que movía como si no quisiera tenerlas ni de cerca ni alejadas.
Ninguno de los dos recurrimos a una servilleta.
Ninguno pidió disculpas ni fingió ceguera.
Ambos llevamos a la boca el sabor ácido que se nos había acoplado.
Y Shugâ volvió a reír.
- ¿Te llamas limón? – preguntó.
- No. ¿Por qué?.
- Porque nos sale bien el combinado.
Bucardo
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