sábado, 3 de abril de 2010

Vendetta


Vendetta A Paquito el Guiños lo tumbaron el día de Santa Ana, cuando callaba la calor bajo la sombrilla y las horchatas de Casa María. Casa María pregonaba su decencia entre indecentes. En su horario sin cierre, lo mismo refrescaba a grupos de escolares gritones y uniformados que amparaba el negocio de quienes imponían su beneficio a fuerza de navaja aireada. Paquito el Guiños era un ser corpulento, casi obeso, al que la rabia le supuraba a poco que alguien lo contradijera. Últimamente casi nunca acertaba. Pero cuando no lo hacía, pocos osaban a confesarlo con cara. Sabían, porque todos lo sabían, que el Guiños acariciaba con la sobaquera una Magnum de caño corto a la que jamás daba paseo si no tenía de seguras el trabajarla. La última fue un muchacho imberbe y algo tonto que no supo porque todavía no sabía, calcular lo caro que se paga la desfachatez en el lado oscuro del mundo. A Paquito no le gustaba el calor. En Casa María lo sabían y por eso, en cuento los grados excitaban el mercurio, le reservaban el mismo sitio, bajo la misma sombra y a la misma hora. Si alguno ocupaba la plaza, bastaba con una mirada desviada del camarero para que el intruso diese la entendida y con un cabeceo, saliera de allí vivo y sin honra. A Paquito no vino a tumbarlo un matarife de sueldos ni un contrario tan correoso y fiero como el lo era. Tampoco ninguno de los policías o politicuchos a los que manoseaba y que lo que trataba e último sobre había dejado insasfecho. A todo el que se le contó, se lo contaron dos veces por no creer que a alguien como el Guiños, lo fuera a reventar una mujer a cara descubierta, sosteniendo torpemente una escopeta de finiquitar conejos. Fueron dos postazos directos al rostro que no lo mataron de tajo sino que lo dejó mal parado, ahogándose en la propia sangre que le brotaba de los gajos. - Al final – le bromeaban por bajo – siempre no tumban las mujeres. - En el entierro, en el que se malgastó poca lágrima, se supo que su asesina, había aparecido ahorcada en su celda de la comisaría. De normales, siendo aquella ciudad y sus uniformados, todos hubieran jurado que el cuello, no se le puso solo entre las cuerdas. Pero al pie del cuerpo tambaleante, le leyeron una nota que dio, rara era la vez, aquel negro asunto por zanjado. “Sin mi hijo no puedo”. Y con buena gusto que lo palearon. Bucardo

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